Acerca de cómo “El alfabetismo informático y el sueño cibernético” [1987] de Ivan Illich, desintegra al último Byung-Chul Han

El premonitorio texto que leerán a continuación fue una conferencia dada por Ivan Illich a comienzos de 1987, con toda la lucidez de quien se iría de este mundo habiéndose presentado como amigo y profeta. En Los ríos al norte del futuro [2005] pueden intuir de qué modo Illich preveía una inminente distopía futura en la que finalmente el ser humano habría de ser totalmente controlado casi sin resistencia. En su comunicación de 1987, ya detectaba que en la ´interface´ ser humano / computadora (en un contexto educativo) estaba la semilla para que ´muchos sean transformados en zombis, convertidos en el manipulandum que piensan ser´.

   La inquietante anticipación de Illich parece –por otro lado- un potente antídoto frente a ciertas miradas repetitivas acerca de las nuevas tecnologías, como por ejemplo las del francés Éric Sadin o en particular del germano-surcoreano, Byung-Chul Han. Luego de La sociedad del cansancio [2010], las hipótesis y diagnósticos de Han parecen haber recaído en extraños efectismos anti-tech (algunas advertencias contra sus nuevos libros están en la web). Es por esto tal vez que los comentadores locales del ´éxito de ventas´ apenas si alcanzan la categoría de progres snob.

Leamos a Illich, por favor.

Ivan Illich

El alfabetismo informático y el sueño cibernético [1987]

El alfabetismo tecnológico se inscribió, como el año anterior, en el orden del día de esta conferencia que reúne a maestros, ingenieros y científicos. “Técnica e imaginación” es su tema esta vez. La imaginación trabaja día y noche. Les hablaré de ella a la luz del día, ante la pantalla fluorescente de la computadora. Sólo hablaré indirectamente de la arriesgada habilidad ante el teclado, las teclas de función, la “ventana” plagada de letras que nos lleva a sentirnos un poco torpes. Por útil que pueda ser, considero ante todo este pseudoalfabetismo como una condición para conservar nuestro sentido del humor en un mundo programado. No hablaré de la máquina y de su lógica cibernética más que en la medida en que provocan un estado mental vagamente emparentado con el sueño. Cómo permanecer despierto en la época de la computadora, es lo que me interesa.

   Resulta esclarecedor distinguir entre las tres modalidades según las cuales una técnica actúa sobre la condición humana. Entre las manos del ingeniero, los medios técnicos pueden ser herramientas. Está confrontado con una tarea, y para realizarla elige una herramienta, la mejora y la maneja. Por otra parte, las herramientas, a su manera, afectan las relaciones sociales. Una red telefónica engendra una nueva actitud hacia la gente con la que se habla sin verla. Por último, todas las herramientas constituyen en sí mismas poderosas metáforas que influyen en el espíritu. Esto es cierto tanto para el reloj como para el motor o la máquina; lo es también para la página cubierta de signos alfabéticos como si fueran una cadena de bits. Hoy dejaré de lado los dos primeros efectos de la herramienta, el que procede de su manejo técnico y el que se produce sobre la estructura social. Concentraré el análisis sobre la cibernética como metáfora dominante, y sobre la computadora como aparato potencialmente anestésico. Pero, antes de ir más lejos, quiero clarificar bien mis intenciones: no trataré aquí del poder inquietante de la computadora desde un punto de vista general y universal. No me preguntaré aquí sobre el efecto que puede tener la computadora, como metáfora, sobre los jóvenes japoneses que, durante 11 años, estudiaron tres horas diarias los ideogramas kandji. Quiero orientar nuestra discusión a la adecuación entre la metáfora cibernética y una mentalidad particular, el espacio mental característico de Europa, de Occidente, que durante un milenio fue modelado por el alfabeto y por el texto alfabético en cuanto metáfora dominante. Tres razones justifican que me limite así: primero, hablo ante todo como historiador; segundo, sólo estudio la función de los caracteres alfabéticos en la medida en que son la fuente de axiomas posmedievales típicamente europeos que se admiten sin ningún examen; y, finalmente, deseo que discutamos juntos sobre el impacto de la metáfora informática, no desde el punto de vista sociológico sino como fenómeno histórico y literario.

   La ciencia clásica la creó gente que consignaba el sonido de las palabras que usaba para debatir sobre la naturaleza. No le debe nada a los chinos que, durante milenios, han expresado gráficamente abstracciones mudas. Todavía no hace mucho, los letrados primaban en las ciencias de la naturaleza. La ciencia moderna es pues el producto del espíritu alfabetizado, en el sentido en que Milman Parry o Walter Ong comprendían este término. La máquina universal que inventó Turing en 1935-1936 representa una singularidad en este espacio mental. Vamos a ver cómo la metáfora cibernética propuesta por Norbert Wiener modificó la topología mental del espíritu alfabetizado. Para designar este modo de pensamiento y de comunicación en los entusiastas de la metáfora cibernética, Maurice Berman inventó una excelente fórmula. Llama a este estado el “sueño cibernético”. Desde la publicación, en 1981, de su Reenchantment of the World [El reencantamiento del mundo], muchos de ustedes conocen seguramente a Berman. Actualmente prepara una nueva obra, que tratará del “cuerpo en la historia”. El artículo que entregó sobre este tema al Journal of Humanistic Psychology permite augurar algo bueno.

   Berman ve despuntar el crepúsculo de las certezas implícitas que modelaron el espíritu literal clásico. Hace notar los numerosos esfuerzos desplegados por pensadores para liberar modos de conciencia y de observación alternativos. De una u otra manera, éstos se protegen con el paraguas de la New Age y, según Berman, la mayoría tiene algo en común: anima a sus adeptos a entregarse al sueño cibernético.

   Llega a esta conclusión en su artículo tras haber pasado revista a un conjunto de autores norteamericanos que han captado la atención del gran público y que tienden a presumir de científicos desencantados. Sin embargo no desconoce la enorme diferencia de lenguaje, de estilo, de lógica entre Douglas Hofstadter, Frank Capra y Ken Wilber, Jeremy Rifkin o Rupert Sheidrake. Delimita hábilmente sus términos predilectos respectivos: “paradigmas holográficos”, “campos morfo-genéticos”, “tiempo real”, “orden implícito”. Demuestra de manera convincente que todos se precipitan en la misma trampa —ésa en la que, hacia el final de su vida, Bateson se dejó atrapar al reducir el cuerpo a sólo un elemento de un proceso mental monista.

   Todos estos autores terminan, en cierto momento, pretendiendo ofrecer un enfoque epistemológico de la realidad que constituiría una alternativa a la conciencia mecanicista, empírica, sin valores, que cada uno de ellos imputa a la “ciencia actual” o a la “institución científica”. Sin embargo, siempre según Berman, estos autores no hacen nada semejante. Todos, aunque cada uno se exprese en términos que le son propios, establecen interconexiones entre un conjunto de conceptos relacionados con la teoría de la información y crean así un sistema de referencia abstracto, desencarnado, puramente formal, que identifican con lo que sucede en su espíritu. Esto es, según Berman, el “sueño cibernético”, que zambulle al espíritu en un estado susceptible de plegarse a cualquier situación. Para Berman, con el sueño cibernético la lógica de tres siglos de ciencia mecanicista encuentra su forma terminada. Por mi parte, yo diría más bien que ese sueño constituye una “singularidad” —como un hoyo negro es una singularidad en el espacio-tiempo.

   Berman cuenta la experiencia de una de sus amigas, Susan. Me impactó tanto que no puedo dejar de contarla en detalle. Susan enseñaba en un colegio de Florida del Norte. Muchos de sus estudiantes tienen una computadora. Cuando Susan les deja un tema para trabajarlo, éstos se precipitan a sus máquinas. Introducen en ellas las palabras clave del enunciado de Susan, recogen la información correspondiente en bases de datos, la pegan en fila, y someten esto a Susan como su trabajo personal. Una tarde, Frank, uno de sus alumnos, se quedó con ella después del curso. Esa semana los estudiantes habían tenido que hacer una exposición sobre la sequía y el

hambre en el África subsahariana. Frank quería mostrar a Susan la cosecha de datos que había sacado de su computadora. En cierto momento ella lo interrumpió para preguntarle: “¿Y tú, Frank, qué piensas de todo esto?” Frank la fijó con la mirada vacía y acabó respondiendo: “No entiendo lo que quiere decir”. En ese momento el foso entre ellos apareció. Michel Foucault habría hablado de hueco epistemológico. Veamos qué piensan respectivamente.

   Para Susan, una formulación es una palabra y detrás de cada palabra alguien traduce su pensamiento. Además, Susan no puede traducir su pensamiento sin vestir con carne lo que expresa. Cuando enuncia “hambruna desesperada” siente algo, lo que no sucede cuando, por ejemplo, cita una cifra. Para Susan, las palabras que forman una frase son como los tablones de un puente que la vinculan con lo que sienten los otros. Para Frank, las palabras son unidades de información: las encadena y obtiene un mensaje. Su coherencia objetiva y su denotación precisa, eso es lo que le importa, y no sus connotaciones subjetivas. Manipula nociones abstractas y programa el uso de la información. Su percepción está encerrada en su cráneo. Ante su pantalla acorrala redundancias y ruidos. Los sentimientos, las significaciones sólo podrían provocar ansiedad, miedo o ternura, por lo tanto las disminuye y permanece neutro. El tratamiento del texto informático es el modelo que le impone su modo de percepción. En la idea que se hace de sus sentidos y de su ego, los primeros son “perceptivos” y el segundo “propioceptivo”.

   Susan (tomada ahora como un tipo ideal) es un sí mismo que se encarna perceptualmente. Sus palabras surgen de la masa de carne y sangre, del bosque de sentimientos y de significados que sumergen todo lo que dice. Puede enseñar porque esos sentimientos y esos significados los disciplinó sin desvalorizarlos. No sin esfuerzo formó su Descartes y su Pascal interiores para que se vigilaran mutuamente; para equilibrar el espíritu y el cuerpo, lo mental y la carne, la lógica y el sentimiento.

   Frank, como lo veo, es emblemático del estado perceptivo inverso. Se abstrajo del pantano de los sentimientos. Aprendió a despegar, a abandonar la atmósfera densa; opera en el vacío de un espacio sin gravedad. Al haberse acercado a la computadora, cayó en las redes del pensamiento operacional. La fórmula de Turing lo llevó al sueño cibernético. Puede planear por encima del Sahel, observar la tierra agrietada, el camello que muere de sed, registrar al ascenso de la desesperanza y la hostilidad. Su espíritu es una cámara que no deforma los signos porque les opone un dique. Espera que Susan lo califique sobre los datos que captó en la pantalla y encadenó en un “texto”.

   Susan y Frank son dos personas. Son responsables de su propio estado de espíritu. Susan puede mantener su rumbo entre la sentimentalidad romántica y la lucidez crítica, entre las sandeces y las connotaciones delicadas, elige deliberadamente la estela tradicional de los autores en que quiere inscribir sus metáforas. Cuando habla emplea palabras que fueron escritas; cuando piensa descifra silenciosamente el nombre de las cosas. Esta referencia constante al alfabeto la diferencia del prealfabetizado e, igualmente, pero de manera muy diferente, de Frank. Él también es responsable de lo que hace. Cuando habla usa la metáfora cibernética como una herramienta analítica que descuida más cosas de las que modela. Puede tomarla a broma. Así como Fromm evocaba la tubería psíquica, Frank puede decir a su computadora que bombee en la fuente, que llene el tema. Pero es también susceptible de dejarse ir, de permitir que esta metáfora engulla todas las demás, y finalmente de caer en el estado que Berman llama el sueño cibernético.

   Confrontadas entre sí, las dos mentalidades pueden volverse ideología. Conocí a varias Susan para las que el alfabetismo se volvió una ideología anticibernética. Si se evoca la computadora, esta gente reacciona como los integristas en relación con el comunismo. Para estos adeptos de la cruzada contra la informática, una excursión en la tierra de la computadora que comporte un libre ensayo de piloteo de los mandos constituye una balanza necesaria para preservar su salud mental. Aquellos de entre ustedes que estudian el alfabetismo informático descuidan a veces su importancia en cuanto medio de exorcizar el embrujo paralizante de la computadora. Conozco, desgraciadamente, muchos Frank a los que la computadora transformó en zombis    —un peligro que, ya hace más de 25 años, preveía lúcidamente Maurice Merleau-Ponty—. Evocaba “[…] la ideología cibernética, [donde] las creaciones humanas se derivan de un proceso natural de información, pero concebido sobre el modelo de las máquinas humanas”. Este pensamiento “operativo” conduce a la ciencia a imaginar al ser humano y la historia, a “construirlos a partir de algunos indicios abstractos”, y, para los que se  embarcan en este sueño, “el ser humano se vuelve verdaderamente el manipulandum que piensa ser”. Cuando describía a Susan y a Frank hablando, separados por un abismo epistemológico, tuve cuidado en no decir que estaban “cara a cara”. Para retomar la formulación de Merleau-Ponty, el cuerpo de Susan está “en el suelo del mundo sensible […], la centinela que se mantiene bajo sus palabras y sus actos”, mientras que el cuerpo de Frank es el instrumento sin rostro del “sistema de información”. Es imposible que se encuentren frente a frente. Para Frank sólo puede haber “interfase” con alguien que comparte su mentalidad. Cuando pienso en la fijeza vacía de la mirada que la pantalla induce en quien la utiliza, no puedo escuchar decir sin rebelarme que hay “interacción” (interface) entre el ojo y la máquina. No había un término para designar esto hasta que Merleau-Ponty escribió su ensayo, en 1961. MacLuhan lo forjó sólo 10 años después, y no se necesitó más de un año para que el verbo ´to interface´ se usará en psicología, en ingeniería, en fotografía, en lingüística. Espero que Susan sea una amiga que busque el rostro de Frank. Quizá ponga su vocación en esta búsqueda.//

[Referencia: este texto es una exposición realizada por Ivan Illich ante la segunda Nacional Science, Technology and Society Conference on “Technological Literacy” organizada por el programa “Science Through Science, Technology and Society”, de la Universidad del Estado de Pensilvania, Washington, D. C, en febrero de 1987, y está incluida en el libro En el espejo del pasado. Conferencias 1978-1990. (Obras reunidas, volumen 2, págs. 594-599). La traducción tomada de este volumen por momentos parece vacilante. He realizado mínimos cambios.]

Giorgio Agamben. “Introduzione” a Gender [1982] de Ivan Illich

Giorgio Agamben

PISTAS SOBRE LA PERTINENCIA DE LEER A IVAN ILLICH HOY

gender

1. Tal vez sólo hoy la obra de Ivan Illich esté conociendo aquello que Walter Benjamin llamaba «la hora de la legibilidad». Si, por un lado, su primera recepción en la década de 1970, centrada sobre todo en Deschooling Society (1971) y Medical Nemesis (1976), le había asegurado difusión y éxito, había, por el otro, marcado su malentendido.

El debate en el número de la revista L’Arc entre Gilles Martinet y Jean-Marie Domenach (1975) resulta instructivo desde este punto de vista: Illich aparece aquí, o bien como un cristiano que critica la ciencia en nombre de ideales comunitarios retrógrados o, por el contrario, como «el primer investigador social de nuestro tiempo, como Marx lo fue para el suyo». En cualquier caso, el pensamiento de este «iconoclasta acreditado», como lo definía en aquellos años un diario reconocido, se encuadraba sin dificultad en la crítica de las instituciones que había marcado la larga oleada del 68.

Es tiempo de leer a Illich desde una perspectiva diferente. Si la filosofía implica necesariamente una interrogación de la humanidad y la no-humanidad, entonces su investigación, que se ocupa de la fortuna del género humano en un momento decisivo de su historia, es genuinamente filosófica, como filosófico es su método, la arqueología, que él desarrolló de forma autónoma con respecto a Foucault. En este sentido, evocando al ángel de la historia de Benjamin, que se dirige hacia el presente teniendo los ojos fijos en el pasado, él se compara más bien a un cangrejo, que se dirige hacia el pasado fijando la mirada en el presente.

2. Se puede decir que no hay un ámbito en el conocimiento de nuestro presente que la mirada de cangrejo de Illich no haya renovado en profundidad. Sin embargo, se trata en todos los casos de un análisis global, que embiste el mismo sistema a través del cual los hombres han buscado en todos los tiempos asegurar su subsistencia. Según Illich, este sistema combinaba dos modos diferentes de producción: uno autónomo, que producía valores de uso destinados a la esfera doméstica o -como Illich la prefiere llamar- vernacular y no al mercado, y uno heterónomo, destinado a la producción de mercancías para el mercado. Si la expansión del sistema heterónomo (ciertamente mayoritario en términos de cantidad) supera un cierto umbral, más allá del cual la producción autónoma se desvanece y deja su lugar a aquello que Illich llama trabajo-sombra (el trabajo no retribuido del consumidor para volver utilizable la mercancía adquirida en el mercado), se constata entonces una «contraproductividad paradójica», en virtud de la cual la producción heterónoma causa un efecto opuesto al que se proponía alcanzar. Se podría llamar «teorema del caracol» el ejemplo con el cual Illich ilustra icásticamente esta contraproductividad: el caracol, después de haber sumado un cierto número de espiras a su concha, interrumpe su actividad; si continuara, una sola espira más aumentaría 16 veces el peso y el volumen a transportar.

Es este teorema el que Illich demuestra en sus análisis justamente célebres de la escuela que, sin reducir las discriminaciones sociales, vuelve a los individuos incapaces de aprender por sí solos; de la medicina que, expandiéndose más allá de un cierto límite, acaba produciendo enfermedades iatrogénicas y, a la vez, expropia a los humanos de la capacidad de soportar su dolor y mitigar el de los otros; de los transportes veloces y costosos que, en vez de ahorrarle tiempo a quien se sirve de ellos, exigen en realidad en términos globales un mayor número de horas y, por lo tanto, una menor velocidad con respecto a la bicicleta.

A comienzos de la década de 1970, la indagación de un grupo de sociólogos verificó la hipótesis de Illich, demostrando que, en términos de «tiempo generalizado» (que comprende por consiguiente también las horas de trabajo necesarias para la adquisición y el mantenimiento del automóvil), el automovilista francés promedio recorre 15.500 kilómetros al año, pero consagra a su automóvil 1550 horas al año, lo cual significa que emplea una hora para recorrer 10 kilómetros, contra los 13 de la bicicleta. Sin embargo, puesto que la política de los transportes se proponía objetivos de productividad económica y los intereses de los individuos, desde ese momento la construcción de autopistas y de vehículos se intensificó.

Si los análisis de Illich han sido ampliamente discutidos, no menos importantes son aquellos que ha dedicado a las así llamadas «profesiones inhabilitantes», que monopolizan una cierta actividad expropiando a los hombres que hasta entonces la habían practicado (podemos agregar al catálogo illichiano la categoría de los arquitectos, que, desde el momento de su aparición en el siglo XIX, han expropiado a los hombres la capacidad de construir de la que habían dado muestra por milenios); la crítica de las nociones de escasez y de necesidad, que definen la economía de la era industrial y el Homo œconomicus constitutivamente necesario que le corresponde, a la vez cliente ideal del mercado capitalista y súbdito perfecto de la asistencia estatal; la crítica del fetiche vida y de la bioética, solidaria suya; la genealogía de los servicios de la secularización del pastorado eclesial; y, no por último, la reconstrucción estupenda de la transformación que sufren el libro y la lectura desde el siglo XII hasta hoy (In the Vineyard of the Text, 1993).

En todas estas investigaciones, está en cuestión una amenaza que concierne a la humanidad del hombre -a condición de precisar, sin embargo, que por «humanidad» no se entiende aquí una naturaleza biológica o culturalmente presupuesta, sino las prácticas inmemoriales a través de las cuales los hombres se vuelven la vida posible, es decir, aquella dimensión que Illich ha llamado «convivialidad». Problema filosófico por excelencia, si la filosofía es en primer lugar la memoria de la antropogénesis, es decir, del devenir humano del viviente hombre.

3. No es posible comprender una época histórica ni un pensamiento si no se conoce la experiencia del tiempo que constituye su condición. Precisamente la lucidez con la que Illich sitúa su pensamiento con respecto a esta experiencia define la pertinencia, a menudo irrefutable, de sus análisis. Es conocida la tesis de Schmitt según la cual todos los conceptos políticos son conceptos teológicos secularizados. Esta tesis tiene que ser precisada en el sentido de que esos conceptos secularizados son hoy esencialmente conceptos escatológicos. Si el pensamiento contemporáneo ha buscado eludir un arreglo de cuentas con su propia situación histórica, recurriendo a conceptos evidentemente inadecuados como fin de la historia, poshistoria, posmodernidad, esto es porque se funda realmente en una secularización de la escatología cristiana. Por esto Illich, con un gesto que recuerda a la proyección benjaminiana del mesianismo en la historia profana, puede tomar la palabra de su tiempo y mirar en él desde una perspectiva declaradamente apocalíptica. «Atribuirme la idea de que nuestra época sea una época poscristiana —declaró en las extenuantes conversaciones con David Cayley— sería completamente equivocado. Por el contrario, creo que nuestra época es, paradójicamente, la época más explícitamente cristiana, la cual podría estar muy cercana al fin del mundo».

4. El concepto tal vez central de la escatología secularizada de la modernidad es el de crisis. No sólo en la economía y en la política, sino en todo ámbito de la vida social, la crisis coincide hoy con el estado normal. De los tres campos semánticos que confluyen en la historia de este término (el jurídico-político de «juicio» en un proceso o en una asamblea, el médico de momento decisivo en una enfermedad, y el teológico de juicio final) sólo los dos últimos han contribuido a definir su significado en la modernidad.

Sin embargo, ambos significados sufren una transformación que concierne a su indicio temporal. Krisis significaba en la medicina antigua el juicio con el que el médico reconoce si el enfermo sobrevivirá o morirá, mejorará o empeorará. Este juicio coincide con un momento preciso en el desarrollo de la enfermedad, que Galeno llama «días decisivos (krisimoi, dies decretorii)». En el concepto moderno de crisis, en el que ésta se vuelve una condición permanente, la conexión con un instante de la decisión comienza a faltar. La crisis es separada de su «día decisivo» y prolongada indefinidamente en el tiempo.

Lo mismo le sucede al juicio final de la tradición teológica: el juicio era inseparable del fin de la cosa juzgada. Como escribe Tomás, «el juicio concierne al término, a través del cual las cosas son conducidas a su fin» (S. th. Suppl. q. 88, art. 1). «No se puede dar el juicio a una cosa mutable antes de su consumición […] por eso es necesario que el juicio final advenga en el último día, el único en el que se puede decidir completa y manifiestamente aquello que concierne a cada hombre» (ibid.,, III, q. 59, art. 5). En la secularización moderna de la «crisis», el juicio resulta en cambio separado de su conexión esencial con el fin y es hecho coincidir con el decurso cronológico, de tal modo que la cosa no puede nunca ser pensada en su cumplimiento y en su finalidad propia. Consiguientemente, la facultad de decidir de una vez por todas se debilita y la decisión incesante no decide propiamente nada.

5. Es a esta pérdida de la capacidad de juzgar en la modernidad a la que Hannah Arendt ha dedicado su reflexión en el libro sobre la banalidad del mal. La facultad de pensar y la facultad de juzgar son, para Arendt, distintas y, a la vez, están inextricablemente conectadas. El pensamiento no es una facultad cognitiva, sino aquello que vuelve posible el juicio sobre el bien y sobre el mal, sobre lo justo y lo injusto. Lo que le faltaba a Eichmann no era ni el raciocinio ni el sentido moral, sino la facultad de pensar y, por consiguiente, la capacidad de juzgar las acciones propias.

Illich representa la reaparición intempestiva en la modernidad de un ejercicio radical de la krisis, de una llamada a juicio sin atenuantes de la cultura occidental: krisis y juicio tanto más radicales, porque provienen de uno de sus componentes esenciales: la tradición cristiana. Como Benjamin, Illich se sirve, en efecto, de la escatología mesiánica para neutralizar la concepción progresista del tiempo histórico. Y lo hace según dos modalidades estrechamente entrelazadas: por un lado la experiencia del kairós, del instante decisivo, que quiebra la línea continua y homogénea de la cronología; por el otro la capacidad de pensar el tiempo en relación con su cumplimiento. El instante intemporal de la decisión y la novissima dies en la que el tiempo se consuma son, en los términos de Arendt, las dos puertas que el pensamiento entreabre a la facultad del juicio. Pero en el instante del juicio, el eschaton y el «ahora» coinciden sin residuos.

Es justamente esta situación original con respecto al tiempo y a la historia lo que define la pertinencia y la fuerza de la «crisis» illichiana de la modernidad. Cada una de sus investigaciones adquiere su verdadero sentido sólo si se la sitúa en la perspectiva unitaria de aquello que podemos considerar, junto a las de Hannah Arendt y de Günther Anders, como una de las críticas más amplias y coherentes a los poderes devastadores del progresismo, del «Absurdistán o infierno en la tierra» que éste, con todas sus buenas intenciones, ha realizado.

Si, como habíamos visto, esta crítica tenía sus raíces en la tradición cristiana, era, sin embargo, inseparable de la conciencia de la responsabilidad de aquella tradición en el destino de la modernidad. Si algo distingue el pensamiento de Illich de las críticas progresistas o reaccionarias de nuestra sociedad, es su enraizamiento en aquella tradición y, a la vez, la capacidad de salir de ella sin reservas en dirección de la filosofía. Y si la filosofía no es una disciplina, sino una intensidad que puede animar cualquier ámbito, en el caso de Illich la filosofía nace, entonces, como una intensificación del campo de tensiones del cristianismo de cara a las consecuencias catastróficas de su perversión secular.

6. Para comprender la situación de Illich con respecto a la tradición teológica hay que partir de las conversaciones citadas con David Cayley publicadas con el título The Rivers North of the Future(2005), Ríos al norte del futuro, y en las cuales -como en una entrevista precedente con el mismo Cayley- él, independientemente de toda intención testamentaria, ciertamente intentó proporcionar una clave de lectura de toda su obra. En ambas entrevistas aparece en cierto momento la expresión mysterium iniquitatis(«el misterio del mal»), en referencia al carácter inédito y extremo del mal con el que el hombre moderno ha de arreglar cuentas. «El mysterium iniquitatis es un mysteriumporque puede ser comprendido sólo a través de la revelación de Dios en Cristo. […] Pero creo también que el mal misterioso que entró en el mundo con la Encarnación puede ser investigado históricamente y que, para esto, no necesitamos ni fe ni credo, sino sólo una cierta capacidad de observación. ¿No es cierto que nuestro mundo está estropeado como en ninguna época precedente? Cuanto más me empeño en examinar el presente como entidad histórica, más me parece confuso, absurdo e incomprensible: me obliga a aceptar una serie de axiomas para los cuales no encuentro ningún paralelo en las sociedades pasadas y pone a la vista una combinación increíble de horrores, crueldad y degradación, que no tiene precedentes en otras épocas históricas […]. ¿Cómo explicar este mal extraordinario? Este problema podría ser considerado bajo una luz complemente nueva, partiendo del presupuesto […] de que no estamos frente a un mal de tipo ordinario, sino frente a la corrupción de lo mejor que adviene cuando se institucionaliza el Evangelio y cuando el amor es transformado en demanda de servicios. La primera generación de cristianos se dio cuenta de que se había vuelto posible un género misterioso —¿cómo lo debería llamar?— de aberración, deshumanidad, negación. Su idea del mysterium iniquitatis me provee una clave para comprender el mal frente al cual estamos hoy y para el cual no puedo encontrar una palabra. Como hombre de fe, tendría al menos que llamarlo la misteriosa traición o la perversión de ese tipo de libertad que los Evangelios trajeron».

Esta larga cita muestra bastante bien la particularidad de la aproximación de Illich a lo contemporáneo: si él reconoce con claridad su fundamento teológico, no renuncia por esto a la indagación puramente histórica. La especificad de su crítica consiste más bien justamente en la indagación de la modalidades a través de las cuales se ha cumplido el paso de lo extrahistórico a lo histórico y de lo teológico a lo profano: cómo, por ejemplo, las nociones de amor, libertad y contingencia, que el cristianismo había inventado, son transferidas a los servicios, al Estado y a la ciencia, produciendo exactamente lo contrario de lo que ellas eran en su origen; y cómo las concepciones de la Iglesia como societas perfecta se acabaron con la producción de la idea moderna del Estado como detentor del gobierno integral de la vida de los hombres en todos sus aspectos. Éste es el paradigma de la corruptio optimi quae est pessima, a través del cual Illich observa la historia de la Iglesia.

7. La expresión mysterium iniquitatis proviene de la segunda epístola de Pablo a los tesalonicenses. En esta epístola Pablo, hablando de la Parusía del Señor, describe el drama escatológico como un conflicto que ve por un lado al mesías, y por el otro a dos personaje que él llama «el hombre de la anomia», ho anthropos tes anomias(lit. «el hombre de la ausencia de ley»), y «aquel que retiene» (ho katechon): «Que nadie los engañe de ninguna manera. Antes debe venir la apostasía y revelarse el hombre de la anomia (ho anthropos tes anomias), el hijo de la destrucción, aquel que se contrapone y se eleva por encima de todo lo que porta el nombre de Dios o recibe un culto, hasta sentarse en el templo de Dios, mostrándose él mismo como Dios. ¿No recuerdan que cuando estaba todavía entre ustedes, les decía esto? Ahora saben lo que lo retiene actualmente de manera que no se revele más que en su tiempo. El misterio de la anomia (mysterion tes anomias, que la vulgata traduce como mysterium iniquitatis) está ya a la obra. Pero sólo hasta que aquel que retiene sea apartado de en medio, y es entonces cuando el impío (anomos, lit. «el sin ley») será revelado, y el señor Jesús lo hará desaparecer con el soplo de su boca» (2 Tes. 2, 2-11).

Mientras que el «hombre de la anomia» ha sido identificado por la tradición exegética con el Anticristo de la primera epístola de Juan (2, 18), para «aquel que retiene» ya a partir de Agustín -que habla de él en la Ciudad de Dios (XX, 19)- ha sido propuesta una doble interpretación. Según algunos (entre quienes se encuentra Jerónimo y, entre los modernos, Carl Schmitt, que ve en el katechon la única posibilidad de concebir la historia desde un punto de vista cristiano) la alusión es al Imperio Romano, que actúa como un poder que retiene la catástrofe del fin de los tiempos; según otros -entre quienes se encuentra un contemporáneo de Agustín, Ticonio- aquello que retrasa el drama escatológico es la naturaleza dividida de la Iglesia, que tiene un lado santo y luminoso y, a la vez, un lado oscuro y siniestro, en el cual crece y mora el Anticristo.

Es en esta tradición exegética donde se inscribe de algún modo también la lectura particular que Illich hace del mysterium iniquitatis. No se trata para él, según una interpretación que ha encontrado amplia difusión entre los filósofos y los teólogos contemporáneos, de un misterio metahistórico, de un hondo drama teológico que paraliza y vuelve enigmática toda acción y toda decisión, sino de un drama histórico, por lo tanto, como habíamos visto, de aquella corruptio optimi pessima que, a través de un proceso secular, ha llevado a la Iglesia a dar a luz, en su seno, su perversión anticrística en la modernidad. Y en este drama histórico, en el que el eschaton, el último día, coincide con el presente, con el «tiempo de ahora» paulino, y en el que la naturaleza dividida -a la vez crística y anticrística- del cuerpo no sólo de la Iglesia, sino de toda sociedad y de toda institución humana, alcanza al fin su apocalíptico desvelamiento, es de este drama histórico que Illich eligió sin reservas y sin ambigüedad formar parte.

8. También Gender, el libro de 1982 que aquí se vuelve a proponer, tiene que ser situado en esta perspectiva. Como Illich escribe más de diez años después en el importante prefacio a la segunda edición alemana (hasta aquí inédita en italiano), también este libro nace de la «repugnancia» frente a la «terrible corrupción de aquello que es más excelente», que hasta el final siguió siendo para él «el enigma en el cual arrojar luz». Pero, al mismo tiempo, sugiere Illich, el libro marca un viraje en la investigación de su autor. La pérdida del género y su transformación en sexualidad -que constituye el tema del libro- son tratadas aquí no ya en la forma de una «crítica agresiva» de la modernidad, sino en aquella, «ponderada», de una investigación sobre la «historia social del “nosotros” vivido», es decir, de una reflexión «sobre la mutación en los modos de la percepción» del cuerpo y de sus relaciones con el mundo que, bajo la presión de los «rituales mitopoiéticos» (Illich nombra entre éstos la escuela, la medicina, la misión, la urbanística, los transportes, la propaganda) han llevado al deterioro y a la pérdida de innumerables formas de vida vernaculares. Hay que agregar aquí una importante precisión a cuanto hemos dicho sobre el rigor de la crítica de Illich a la modernidad. El juicio es, para él, tanto más implacable, en cuanto que se trata de su memoria y de su única posibilidad de salvación de aquel universo vernacular que él no se cansa de evocar y describir en todos sus aspectos. El juicio es despiadado, porque en él las cosas aparecen como perdidas e insalvables; la salvación es benigna, porque en ella las cosas aparecen como enjuiciables. La difícil trama de juicio y salvación define el ethos particular de la escritura y del pensamiento de Illich.

Este desplazamiento, en la ardua cresta entre juicio y salvación, entre memoria histórica y crítica del presente, puede explicar la desorientación y el desconcierto con el que el libro fue inicialmente acogido. La reivindicación del «género» (gender es en inglés una categoría exclusivamente gramatical) -que permanece en una «dualidad del humano» que distingue «los lugares, los tiempos, los utensilios, las tareas, los modos de hablar, los gestos asociados a los hombres de aquellos asociados a las mujeres»- contra el «sexo», concebido en cambio como la polarización de todas aquellas características, dignidad y derechos que, a partir de finales del siglo XVIII, se atribuyen en modo idéntico a todos los seres humanos, era demasiado insólito a un oído moderno para ser íntegramente aceptable. En el mismo sentido, la crítica de la «aspiración organizada de las mujeres a la igualdad económica», prisionera de la misma lógica capitalista que creía combatir, era en aquellos años todavía precoz. Queda la circunstancia singular de que, algunos años después -al menos a partir del libro de Judith Butler Gender Trouble (1991)- el término gender se impone hasta transformar la propia denominación de los estudios sobre el feminismo, reformulados ahora en la nueva rúbrica académica de los Gender studies. En el libro de Butler, sin embargo -que además critica el primado de la dimensión biológica del sexo contra la cultural del género- el nombre de Illich no aparece.

Muchas señales dejan conjeturar que, también en este ámbito, el pensamiento de Illich haya alcanzado la hora de su legibilidad. Pero ésta sólo será posible hasta cuando la filosofía contemporánea se decida a arreglar cuentas con este maestro celebérrimo y, sin embargo, obstinadamente mantenido en los márgenes del debate académico.//

[Traducción de la «Introduzione» que Giorgio Agamben redactó para una reedición italiana –Genere, Vicenza, Neri Pozza, 2013- del libro de Ivan Illich, Gender, publicado en 1982]

Ivan Illich. El silencio es un bien comunal [1982]

Es bastante probable que el primer texto editado en Argentina de Ivan Illich sea En América Latina, ¿para qué sirve la escuela?, allá por 1973 y a manos de la confesional Ediciones Búsqueda. En el prólogo, “¿Qué quiere decir Illich?”, Juan José Rossi lo trata al austríaco de ´monseñor´ y de ´ex monseñor´. Prima, por sobre la postura recalcitrante de Illich, su compleja ligazón con la iglesia católica a la hora de publicarlo.

Durante la primera mitad de los años ochenta, la producción de Illich encuentra en el país austral un refugio editorial más a tono con su postura disidente, anti-sistémica. La contracultural, ecológica y espiritualista revista Mutantia, fundada en 1980 por Miguel Grinberg, y que extiende su aparición hasta 1987, da a conocer algunas intervenciones del pensador. En sus números 4 y 5 de 1981, por ejemplo, desdoblado publica el texto “La pobreza planificada”. En el número 17 de 1984 aparece “Reivindicación de la casa”. El número 21 de Mutantia, de enero de 1985, ofrece “La sociedad gestionada por computadoras”, traducción-adaptación de una conferencia de Illich en Japón, en marzo de 1982, conocida como “Silence is a Commons”, y originalmente editada en 1983 por The CoEvolution Quarterly.

“El silencio es un bien comunal” o “La sociedad gestionada por computadoras”, son dos títulos en castellano para un mismo texto en inglés. En él Illich ´cuestiona los fines y los usos de los medios electrónicos´, y análoga así el efecto del cercamiento sobre las tierras de pastoreo, de los automóviles sobre las calles, del uso de la energía sobre la igualdad, de las escuelas sobre la educación, de la medicina institucionalizada sobre la salud, de las computadoras sobre la comunicación. Según su análisis, cualquier impulso desarrollista que intente paliar –desde el ámbito privado o estatal- una eventual escasez, es un modo de explotación –ya que cualquier concentración de poder en la manipulación de la herramienta institucional por tecnócratas y/o burócratas es una forma de mantener la desigualdad y, por ende, la dominación.

Cuáles son las razones para que lo convivencial, el mano a mano, la red de pares verdaderamente horizontal y sin intermediación, el buen uso del espacio y de los bienes comunales, la red de intereses, el trabajo a escala humana, etcétera, etcétera, sean despreciados por los seres humanos concretos y reales en nombre de esta o de aquella corporación provocadora de dependencia y de sumisión, es un todavía misterio al que Illich en el siguiente texto aproxima una respuesta:

SILENCE IS A COMMONS

El tema ´la sociedad gestionada por computadoras´ suena como una alarma. Se aprecia ya claramente que las máquinas que imitan al ser humano están usurpando todas las facetas de la vida cotidiana y que tales máquinas están forzando a la gente a comportarse como ellas. Los nuevos dispositivos electrónicos tienen el poder de forzar a la gente a ´comunicarse´ con ellos, y entre sí, en los términos de la máquina. Todo aquello que estructuralmente no se adapte a la lógica de las máquinas es efectivamente depurado en una cultura dominada por su utilización.[i]

El comportamiento maquinal de la gente encadenada a la electrónica constituye una degradación de su bienestar y su dignidad, lo cual, para la gran mayoría y a largo plazo, se tornará intolerable. Observar el efecto enfermante de los ambientes programados demuestra que en ellos las personas devienen insolentes, impotentes, narcisistas y apolíticas: el proceso político se resquebraja debido a que la gente deja de ser capaz de gobernarse a sí misma y exige ser conducida.[ii]

Japón es tenido por la capital de la electrónica; sería maravilloso si se tornase, para todo el mundo, en el modelo de una nueva política de autolimitación en el área de las comunicaciones, lo que, en mi opinión, será de aquí en adelante muy necesario si un pueblo desea mantener su autogobierno.[iii]

La conducción electrónica como asunto político puede considerarse desde diversas perspectivas. Propongo una aproximación desde la ecología política. Durante los últimos diez años la ecología ha adquirido un nuevo significado. Es aún el nombre de una rama de la biología profesional, pero ese término sirve cada vez más para designar a un público general amplio y políticamente organizado que analiza e influye sobre las decisiones técnicas. Los nuevos dispositivos de gestión electrónica implican un cambio técnico del entorno humano que para ser benigno debe mantenerse bajo control político (no sólo de los expertos).[iv]

Clarificaré una distinción que me parece fundamental en política ecológica. Distingamos al medio ambiente como bien común del medio ambiente como riqueza. De nuestra habilidad para hacer esta particular distinción depende no sólo la construcción de una teoría ecológica sensata, sino de una efectiva jurisprudencia ecológica.[v]

Debemos distinguir entre los bienes comunales en los que se enmarcan las actividades para la subsistencia de la gente, y las riquezas de la tierra (los recursos naturales) que sirven para la producción económica de aquellos bienes de consumo sobre las que se asienta la vida actual. Si fuera poeta, discípulo del gran Basho, quizá podría hacer esta distinción en 17 sílabas de manera hermosa e incisiva para que llegara al corazón y fuera inolvidable. Por desgracia, no soy poeta. Debo expresarme en inglés, un lenguaje que en los pasados cien años ha perdido la habilidad para hacer tal distinción.[vi]

Commons es una palabra del inglés antiguo. Según mis amigos japoneses, está bastante próxima al significado que ´iriai´ tiene aún en japonés. Commons, al igual que ´iriai´, es un término que en la época preindustrial designaba aspectos del entorno. La gente llamaba comunales a aquellas partes del entorno que quedaban más allá de los propios umbrales y fuera de sus posesiones, por las cuales -sin embargo- se tenían derechos de uso reconocidos, no para producir bienes de consumo sino para contribuir al aprovisionamiento de las familias. La ley consuetudinaria que humanizaba el entorno al establecer los bienes comunales era, por lo general, no-escrita. No sólo porque la gente no se preocupó en escribirla, sino porque lo que protegía era una realidad demasiado compleja como para determinarla en párrafos. La ley de bienes comunales regulaba el derecho de paso, de pesca, de caza, de pastoreo y de recolección de leña o plantas medicinales en los bosques.[vii]

Un roble podía ser parte de los bienes comunales. Su sombra, en verano, estaba reservada al pastor y su rebaño; sus bellotas se reservaban para los cerdos de los campesinos próximos; sus ramas secas servían de combustible para las viudas de la aldea; en primavera, algunas de sus ramas jóvenes se usaban para ornar la iglesia y al atardecer podía ser el sitio de la reunión de aldeanos. Cuando la gente hablaba de bienes comunales, ´iriai´ designaba un aspecto del entorno limitado, necesario para la supervivencia de la comunidad, necesario para diversos grupos de maneras diferentes, pero que -en un sentido económico estricto- no era entendido como escaso.[viii]

Cuando hoy, en Europa, utilizo ante estudiantes universitarios el término commons (en alemán Almende o Gemenheit, en italiano ´gli usi civici´) mis oyentes piensan de inmediato en el siglo XVIII. Piensan en aquellas praderas de Inglaterra donde los aldeanos tenían unas cuantas ovejas cada uno, y piensan también en el ´cercado de los campos de pastoreo´ que transformó las praderas comunales en recursos donde criar grandes rebaños con fines comerciales. En primera instancia, no obstante, los estudiantes piensan en la nueva pobreza que ese cercamiento trajo aparejada: el empobrecimiento absoluto de los campesinos que fueron forzados a abandonar las tierras en pos de un trabajo asalariado; piensan, por último, en el enriquecimiento comercial de los señores, los lores.[ix]

En su inmediata reacción, los estudiantes piensan en el surgimiento de un nuevo orden capitalista. Al confrontarse con esa dolorosa novedad, olvidan que ese cercamiento trajo implícito algo más básico aún. Las valles en torno a los bienes comunales inauguraron un nuevo orden ecológico. El cercamiento no sólo transfirió el control de los campos de pastoreo de los campesinos al señor; también marcó un cambio radical en las actitudes de la sociedad frente al entorno natural. Antes, en cualquier sistema jurídico, la mayor parte del entorno se consideraba como bien comunal, con el que la mayoría de la gente podía abastecer sus necesidades básicas sin tener que recurrir al mercado. Después del cercamiento, el entorno natural se tornó principalmente una riqueza al servicio de ´empresas´ que, al organizar el trabajo asalariado, transformaron la naturaleza en bienes y servicios de los que depende la satisfacción de las necesidades de los consumidores. Esta transformación está en el punto ciego de la economía política.[x]

Este cambio de actitudes puede ilustrarse mejor si pensamos en las calles en vez de considerar las áreas de pastoreo. Qué enorme diferencia vemos en los barrios de la ciudad de México durante los últimos veinte años. Entonces las calles de los barrios eran realmente bienes comunales. Algunos las utilizaban para vender hortalizas y carbón de leña. Otros colocaban sus sillas en las aceras para beber café o tequila. Otros se reunían en la calle para decidir quién sería el nuevo representante del vecindario, o para determinar el precio de un asno. Otros conducían sus asnos por entre la multitud, caminando próximos a sus bestias de carga; otros montaban en sus sillas. Los niños jugaban en las zanjas y, aun así, los caminantes podían usar la calle para ir de un sitio a otro.[xi]

Las calles no fueron construidas por la gente. Como cualquier otro bien común, la calle misma era el resultado de la gente que allí vivía y tornaba habitable ese espacio. Las viviendas que franqueaban las calles no eran hogares privados en el sentido moderno: garajes para el depósito nocturno de los trabajadores. El umbral separaba aún dos espacios vivientes, uno íntimo y otro común. Pero ni los hogares en su sentido íntimo ni las calles como bienes comunales sobrevivieron al crecimiento económico.[xii]

En los nuevos barrios de la ciudad de México las calles no son ya para la gente. Son ahora carreteras para coches, para autobuses, taxis y camiones. La gente es difícilmente tolerada en las calles a menos que se dirija hacia la parada del autobús. Si ahora la gente se sentara o detuviera en las calles sería un obstáculo para el tránsito, y el tránsito sería peligroso para quien así lo hiciere. La calle fue degradada, de bien comunitario a un simple recurso para la circulación de vehículos. La gente ya no puede circular por sus espacios, el tránsito desplaza su movilidad. Sólo puede circular cuando se le acota y se le traslada.[xiii]

La apropiación de los campos de pastoreo por parte de los señores fue desafiada, pero la más fundamental transformación de esas áreas (y de las calles) de bienes comunales a recursos, aconteció -hasta hace muy poco- sin ser objeto de crítica. La apropiación del entorno por la minoría fue claramente reconocida como un abuso intolerable. Pero la aún más degradante transformación de las personas en miembros de una fuerza de trabajo industrial y consumidores fue tomada -hasta hace poco- como algo natural. Durante casi cien años la mayoría de los partidos políticos se negaron a admitir la acumulación de los recursos naturales en manos privadas. Sin embargo, este cuestionamiento se concentró en la utilización privada de esas riquezas, sin distinguir lo que sucedía con los bienes comunales. De tal modo ha sido así que aún mucho de la política anticapitalista refuerza la legitimidad de esta transformación de los bienes comunes en recursos.[xiv]

Sólo muy recientemente, en la base de la sociedad, un nuevo tipo de ´intelecto popular´ comienza a reconocer lo que ha estado aconteciendo. El cercamiento le niega a la gente el derecho a esa clase de entorno en el cual -a lo largo de la historia- se había fundamentado la economía moral de la subsistencia. El cercamiento, una vez aceptado, redefine la comunidad: socava la autonomía local de la comunidad. El cercamiento de los bienes comunales favorece los intereses de los profesionales y burócratas estatales, y los de los capitalistas. El cercamiento permite al burócrata definir la comunidad local como un ente incapaz de proveerse de lo necesario para su propia subsistencia. Las personas se tornan individuos económicos que dependen para su supervivencia de las comodidades producidas para ellos. Fundamentalmente, gran parte de los movimientos ciudadanos representan una rebelión contra esta inducida redefinición de la gente como consumidores.[xv]

La idea era hablar de electrónica, no sobre campos de pastoreo y calles. Pero soy historiador; quise hablar primero de los bienes comunales del pasado, según los conocía, para luego decir algo sobre la presente y mayor amenaza contra los bienes comunales por parte de la electrónica.[xvi]

Soy un hombre que nació hace 55 años en Viena. Un mes después de mi nacimiento fui subido a un tren y luego a un barco que me llevó a la isla de Brac. Allí, en una aldea de la Costa Dálmata, mi abuelo deseaba bendecirme. Mi abuelo vivía en la casa donde su familia vivía desde la época en que los Muromachi gobernaban desde Kyoto. Muchos habían sido los gobernantes de la Costa Dálmata: el dux de Venecia, los sultanes de Estambul, los corsarios de Almissa, los emperadores de Austria y los reyes de Yugoslavia. Pero todos estos cambios en el uniforme y el lenguaje de los gobernantes, poco alteraron la vida cotidiana en los 500 años anteriores. Las mismas vigas de olivo soportaban aún el techo de la casa de mi abuelo. El agua se recogía en las mismas losas de piedra sobre el techo. El vino era prensado en las mismas cubas, el pescado cogido desde el mismo tipo de embarcaciones y el aceite provenía de los árboles plantados cuando nacía la ciudad llamada Edo, hoy Tokyo. [xvii]

Mi abuelo recibía las noticias dos veces al mes. Cuando yo nací, para la gente que vivía alejada de las rutas principales, la historia aún fluía lenta, imperceptiblemente. Gran parte del entorno era aún un bien común. La gente vivía en las casas que ella misma había construido; se desplazaba por caminos que eran apisonados por el paso de sus propios animales: era autónoma en la obtención y el aprovechamiento de las aguas; dependía tan sólo de su voz cuando deseaba hablar alto. Todo cambió con mi llegada a Brac.[xviii]

En el mismo barco en el que yo llegué en 1926, arribaba el primer altavoz a la isla. Muy poca gente allí había oído hablar de tal cosa antes. Hasta aquel día, hombres y mujeres hablaban con voces más o menos igualmente potentes. Todo eso cambiaría. El acceso al micrófono determinaría qué voces se amplificarían. El silencio dejó de ser un bien común; se tornó un recurso por el que habrían de competir los altavoces. El lenguaje en sí pasó de ser un bien común local a un recurso nacional para la comunicación.[xix]

Así como el cercamiento por parte de los señores incrementó la productividad nacional mediante la negación al campesino para que criase unas pocas ovejas, así la usurpación provocada por los altavoces destruye ese silencio que durante toda la historia le otorgara a cada hombre y mujer su propia voz. Al menos que tengamos acceso a un altavoz, estamos silenciados.[xx]

Espero que el paralelismo sea visible ahora. Así como los bienes comunales de espacio son vulnerables y pueden ser destruidos por la motorización del tránsito, así los bienes comunales de expresión son vulnerables y pueden ser fácilmente destruidos por la usurpación que de ellos ejercen los modernos medios de comunicación.[xxi]

El asunto debería estar claro: cómo oponerse a la usurpación -que realizan los nuevos artificios y sistemas electrónicos- de aquellos bienes comunales más sutiles y más íntimos a nuestro ser que los campos de pastoreo y las calles. Bienes comunales que por lo menos son tan valiosos como el silencio. El silencio, según las tradiciones occidental y oriental, es necesario para que surja la persona. Nos lo arrebatan las máquinas que nos imitan. Fácilmente podemos hacernos cada vez más dependientes de las máquinas para hablar y pensar, del mismo modo que ya somos dependientes de las máquinas para trasladarnos.[xxii]

Semejante transformación del entorno, de bien común a recursos productivos, constituye la forma básica de la degradación ambiental. Esta degradación tiene una larga historia, que coincide con la historia del capitalismo pero que de ningún modo puede reducirse a ella. Por desgracia, la importancia de esta transformación ha sido ignorada o minimizada por la ecología política hasta el día de hoy. Es necesario que se le reconozca si pretendemos organizar movimientos para la defensa de lo que aún queda de los bienes comunales. Esta defensa constituye la tarea pública crucial para la acción política actual. Tal tarea debe emprenderse con urgencia, puesto que los bienes comunales pueden existir sin policía, pero los recursos naturales no. Así como sucede con el tránsito, las computadoras requieren policías, en cada vez más cantidad y de formas cada vez más sutiles.[xxiii]

Por definición, las riquezas requieren de la policía para su defensa. Una vez defendidas, su recuperación como bienes comunales se torna más y más difícil. Ésta es una razón especial para tal urgencia.[xxiv]

Otra versión en castellano, cercana a la de Mutantia de 1985, en suplemento La ojarasca, número 117, perteneciente al periódico La Jornada de México.

[i] Minna-san, gladly I accept the honour of addressing this forum on Science and Man. The theme that Mr. Tsuru proposes, “The Computer-Managed Society,” sounds an alarm. Clearly you foresee that machines which ape people are tending to encroach on every aspect of people’s lives, and that such machines force people to behave like machines. The new electronic devices do indeed have the power to force people to “communicate” with them and with each other on the terms of the machine. Whatever structurally does not fit the logic of machines is effectively filtered from a culture dominated by their use.

[ii] The machine-like behaviour of people chained to electronics constitutes a degradation of their well-being and of their dignity which, for most people in the long run, becomes intolerable. Observations of the sickening effect of programmed environments show that people in them become indolent, impotent, narcissistic and apolitical. The political process breaks down, because people cease to be able to govern themselves; they demand to be managed.

[iii] I congratulate Asahi Shimbun on its efforts to foster a new democratic consensus in Japan, by which your more than seven million readers become aware of the need to limit the encroachment of machines on the style of their own behaviour. It is important that precisely Japan initiate such action. Japan is looked upon as the capital of electronics; it would be marvellous if it became for the entire world the model of a new politics of self-limitation in the field of communication, which, in my opinion, is henceforth necessary if a people wants to remain self-governing.

[iv] Electronic management as a political issue can be approached in several ways. I propose, at the beginning of this public consultation, to approach the issue as one of political ecology. Ecology, during the last ten years, has acquired a new meaning. It is still the name for a branch of professional biology, but the term now increasingly serves as the label under which a broad, politically organized general public analyzes and influences technical decisions. I want to focus on the new electronic management devices as a technical change of the human environment which, to be benign, must remain under political (and not exclusively expert) control. I have chosen this focus for my introduction, because I thus continue my conversation with those three Japanese colleagues to whom I owe what I know about your country – Professors Yoshikazu Sakamoto, Joshiro Tamanoi and Jun Ui.

[v] In the 13 minutes still left to me on this rostrum I will clarify a distinction that I consider fundamental to political ecology. I shall distinguish the environment as commons from the environment as resource. On our ability to make this particular distinction depends not only the construction of a sound theoretical ecology, but also – and more importantly – effective ecological jurisprudence Minna-san, how I wish, at this point, that I were a pupil trained by your Zen poet, the great Basho.

[vi] Then perhaps in a bare 17 syllables I could express the distinction between the commons within which people’s subsistence activities are embedded, and resources that serve for the economic production of those commodities on which modem survival depends. If I were a poet, perhaps I would make this distinction so beautifully and incisively that it would penetrate your hearts and remain unforgettable. Unfortunately I am not a Japanese poet. I must speak to you in English, a language that during the last 100 years has lost the ability to make this distinction, and – in addition – I must speak through translation. Only because I may count on the translating genius of Mr. Muramatsu do I dare to recover Old English meanings with a talk in Japan.

[vii] “Commons” is an Old English word. According to my Japanese friends, it is quite close to the meaning that iriai still has in Japanese “Commons,” like iriai, is a word which, in preindustrial times, was used to designate certain aspects of the environment. People called commons those parts of the environment for which customary law exacted specific forms of community respect. People called commons that part of the environment which lay beyond their own thresholds and outside of their own possessions, to which, however, they had recognized claims of usage, not to produce commodities but to provide for the subsistence of their households. The customary law which humanized the environment by establishing the commons was usually unwritten. It was unwritten law not only because people did not care to write it down, but because what it protected was a reality much too complex to fit into paragraphs. The law of the commons regulates the right of way, the right to fish and to hunt, to graze, and to collect wood or medicinal plants in the forest.

[viii] An oak tree might be in the commons. Its shade, in summer, is reserved for the shepherd and his flock; its acorns are reserved for the pigs of the neighbouring peasants; its dry branches serve as fuel for the widows of the village; some of its fresh twigs in springtime are cut as ornaments for the church – and at sunset it might be the place for the village assembly. When people spoke about commons, iriai, they designated an aspect of the environment that was limited, that was necessary for the community’s survival, that was necessary for different groups in different ways, but which, in a strictly economic sense, was not perceived as scarce.

[ix] When today, in Europe, with university students I use the term “commons” (in German Almende or Gemeinheit, in Italian gli usi civici) my listeners immediately think of the eighteenth century. They think of those pastures in England on which villagers each kept a few sheep, and they think of the “enclosure of the pastures” which transformed the grassland from commons into a resource on which commercial flocks could be raised. Primarily, however, my students think of the innovation of poverty which came with enclosure: of the absolute impoverishment of the peasants, who were driven from the land and into wage labour, and they think of the commercial enrichment of the lords.

[x] In their immediate reaction, my students think of the rise of a new capitalist order. Facing that painful newness, they forget that enclosure also stands for something more basic. The enclosure of the commons inaugurates a new ecological order: Enclosure did not just physically transfer the control over grasslands from the peasants to the lord. Enclosure marked a radical change in the attitudes of society towards the environment. Before, in any juridical system, most of the environment had been considered as commons from which most people could draw most of their sustenance without needing to take recourse to the market. After enclosure, the environment became primarily a resource at the service of “enterprises” which, by organizing wage-labor, transformed nature into the goods and services on which the satisfaction of basic needs by consumers depends. This transformation is in the blind spot of political economy.

[xi] This change of attitudes can be illustrated better if we think about roads rather than about grasslands. What a difference there was between the new and the old parts of Mexico City only 20 years ago. In the old parts of the city the streets were true commons. Some people sat on the road to sell vegetables and charcoal. Others put their chairs on the road to drink coffee or tequila. Others held their meetings on the road to decide on the new headman for the neighbourhood or to determine the price of a donkey. Others drove their donkeys through the crowd, walking next to the heavily loaded beast of burden; others sat in the saddle. Children played in the gutter, and still people walking could use the road to get from one place to another.

[xii] Such roads were not built for people. Like any true commons, the street itself was the result of people living there and making that space liveable. The dwellings that lined the roads were not private homes in the modern sense – garages for the overnight deposit of workers. The threshold still separated two living spaces, one intimate and one common. But neither homes in this intimate sense nor streets as commons survived economic development.

[xiii] In the new sections of Mexico City, streets are no more for people. They are now roadways for automobiles, for buses, for taxis, cars, and trucks. People are barely tolerated on the streets unless they are on their way to a bus stop. If people now sat down or stopped on the street, they would become obstacles for traffic, and traffic would be dangerous to them. The road has been degraded from a commons to a simple resource for the circulation of vehicles. People can circulate no more on their own. Traffic has displaced their mobility. They can circulate only when they are strapped down and are moved.

[xiv] The appropriation of the grassland by the lords was challenged, but the more fundamental transformation of grassland (or of roads) from commons to resource has happened, until recently, without being subjected to criticism. The appropriation of the environment by the few was clearly recognized as an intolerable abuse By contrast, the even more degrading transformation of people into members of an industrial labour force and into consumers was taken, until recently, for granted. For almost a hundred years the majority of political parties has challenged the accumulation of environmental resources in private hands. However, the issue was argued in terms of the private utilization of these resources, not the distinction of commons. Thus anticapitalist politics so far have bolstered the legitimacy of transforming commons into resources.

[xv] Only recently, at the base of society, a new kind of “popular intellectual” is beginning to recognize what has been happening. Enclosure has denied the people the right to that kind of environment on which – throughout all of history – the moral economy of survival had been based. Enclosure, once accepted, redefines community. Enclosure underlines the local autonomy of community. Enclosure of the commons is thus as much in the interest of professionals and of state bureaucrats as it is in the interest of capitalists. Enclosure allows the bureaucrats to define local community as impotent – “ei-ei schau-schau!!!” – to provide for its own survival. People become economic individuals that depend for their survival on commodities that are produced for them. Fundamentally, most citizens’ movements represent a rebellion against this environmentally induced redefinition of people as consumers.

[xvi] Minna-san, you wanted to hear me speak on electronics, not grassland and roads. But I am a historian; I wanted to speak first about the pastoral commons as I know them from the past in order then to say something about the present, much wider threat to the commons by electronics.

[xvii] This man who speaks to you was born 55 years ago in Vienna. One month after his birth he was put on a train, and then on a ship and brought to the Island of Brac. Here, in a village on the Dalmatian coast, his grandfather wanted to bless him. My grandfather lived in the house in which his family had lived since the time when Muromachi ruled in Kyoto. Since then on the Dalmatian Coast many rulers had come and gone – the doges of Venice, the sultans of Istanbul, the corsairs of Almissa, the emperors of Austria, and the kings of Yugoslavia. But these many changes in the uniform and language of the governors had changed little in daily life during these 500 years. The very same olive-wood rafters still supported the roof of my grandfather’s house. Water was still gathered from the same stone slabs on the roof. The wine was pressed in the same vats, the fish caught from the same kind of boat, and the oil came from trees planted when Edo was in its youth.

[xviii] My grandfather had received news twice a month. The news now arrived by steamer in three days; and formerly, by sloop, it had taken five days to arrive. When I was born, for the people who lived off the main routes, history still flowed slowly, imperceptibly. Most of the environment was still in the commons. People lived in houses they had built; moved on streets that had been trampled by the feet of their animals; were autonomous in the procurement and disposal of their water; could depend on their own voices when they wanted to speak up. All this changed with my arrival in Brac.

[xix] On the same boat on which I arrived in 1926, the first loudspeaker was landed on the island. Few people there had ever heard of such a thing. Up to that day, all men and women had spoken with more or less equally powerful voices. Henceforth this would change. Henceforth the access to the microphone would determine whose voice shall be magnified. Silence now ceased to be in the commons; it became a resource for which loudspeakers compete. Language itself was transformed thereby from a local commons into a national resource for communication.

[xx] As enclosure by the lords increased national productivity by denying the individual peasant to keep a few sheep, so the encroachment of the loudspeaker has destroyed that silence which so far had given each man and woman his or her proper and equal voice. Unless you have access to a loudspeaker, you now are silenced.

[xxi] I hope that the parallel now becomes clear. Just as the commons of space are vulnerable, and can be destroyed by the motorization of traffic, so the commons of speech are vulnerable, and can easily be destroyed by the encroachment of modem means of communication.

[xxii] The issue which I propose for discussion should therefore be clear: how to counter the encroachment of new, electronic devices and systems upon commons that are more subtle and more intimate to our being than either grassland or roads – commons that are at least as valuable as silence. Silence, according to western and eastern tradition alike, is necessary for the emergence of persons. It is taken from us by machines that ape people. We could easily be made increasingly dependent on machines for speaking and for thinking, as we are already dependent on machines for moving.

[xxiii] Such a transformation of the environment from a commons to a productive resource constitutes the most fundamental form of environmental degradation. This degradation has a long history, which coincides with the history of capitalism but can in no way just be reduced to it. Unfortunately the importance of this transformation has been overlooked or belittled by political ecology so far. It needs to be recognized if we are to organize defense movements of what remains of the commons. This defense constitutes the crucial public task for political action during the eighties. The task must be undertaken urgently because commons can exist without police, but resources cannot. Just as traffic does, computers call for police, and for ever more of them, and in ever more subtle forms.

[xxiv] By definition, resources call for defense by police. Once they are defended, their recovery as commons becomes increasingly difficult. This is a special reason for urgency.///

{Descarga Obras reunidas 3 vol., I. ILLICH, FCE, 2006, aquí}