Giorgio Agamben. “Introduzione” a Gender [1982] de Ivan Illich

Giorgio Agamben

PISTAS SOBRE LA PERTINENCIA DE LEER A IVAN ILLICH HOY

gender

1. Tal vez sólo hoy la obra de Ivan Illich esté conociendo aquello que Walter Benjamin llamaba «la hora de la legibilidad». Si, por un lado, su primera recepción en la década de 1970, centrada sobre todo en Deschooling Society (1971) y Medical Nemesis (1976), le había asegurado difusión y éxito, había, por el otro, marcado su malentendido.

El debate en el número de la revista L’Arc entre Gilles Martinet y Jean-Marie Domenach (1975) resulta instructivo desde este punto de vista: Illich aparece aquí, o bien como un cristiano que critica la ciencia en nombre de ideales comunitarios retrógrados o, por el contrario, como «el primer investigador social de nuestro tiempo, como Marx lo fue para el suyo». En cualquier caso, el pensamiento de este «iconoclasta acreditado», como lo definía en aquellos años un diario reconocido, se encuadraba sin dificultad en la crítica de las instituciones que había marcado la larga oleada del 68.

Es tiempo de leer a Illich desde una perspectiva diferente. Si la filosofía implica necesariamente una interrogación de la humanidad y la no-humanidad, entonces su investigación, que se ocupa de la fortuna del género humano en un momento decisivo de su historia, es genuinamente filosófica, como filosófico es su método, la arqueología, que él desarrolló de forma autónoma con respecto a Foucault. En este sentido, evocando al ángel de la historia de Benjamin, que se dirige hacia el presente teniendo los ojos fijos en el pasado, él se compara más bien a un cangrejo, que se dirige hacia el pasado fijando la mirada en el presente.

2. Se puede decir que no hay un ámbito en el conocimiento de nuestro presente que la mirada de cangrejo de Illich no haya renovado en profundidad. Sin embargo, se trata en todos los casos de un análisis global, que embiste el mismo sistema a través del cual los hombres han buscado en todos los tiempos asegurar su subsistencia. Según Illich, este sistema combinaba dos modos diferentes de producción: uno autónomo, que producía valores de uso destinados a la esfera doméstica o -como Illich la prefiere llamar- vernacular y no al mercado, y uno heterónomo, destinado a la producción de mercancías para el mercado. Si la expansión del sistema heterónomo (ciertamente mayoritario en términos de cantidad) supera un cierto umbral, más allá del cual la producción autónoma se desvanece y deja su lugar a aquello que Illich llama trabajo-sombra (el trabajo no retribuido del consumidor para volver utilizable la mercancía adquirida en el mercado), se constata entonces una «contraproductividad paradójica», en virtud de la cual la producción heterónoma causa un efecto opuesto al que se proponía alcanzar. Se podría llamar «teorema del caracol» el ejemplo con el cual Illich ilustra icásticamente esta contraproductividad: el caracol, después de haber sumado un cierto número de espiras a su concha, interrumpe su actividad; si continuara, una sola espira más aumentaría 16 veces el peso y el volumen a transportar.

Es este teorema el que Illich demuestra en sus análisis justamente célebres de la escuela que, sin reducir las discriminaciones sociales, vuelve a los individuos incapaces de aprender por sí solos; de la medicina que, expandiéndose más allá de un cierto límite, acaba produciendo enfermedades iatrogénicas y, a la vez, expropia a los humanos de la capacidad de soportar su dolor y mitigar el de los otros; de los transportes veloces y costosos que, en vez de ahorrarle tiempo a quien se sirve de ellos, exigen en realidad en términos globales un mayor número de horas y, por lo tanto, una menor velocidad con respecto a la bicicleta.

A comienzos de la década de 1970, la indagación de un grupo de sociólogos verificó la hipótesis de Illich, demostrando que, en términos de «tiempo generalizado» (que comprende por consiguiente también las horas de trabajo necesarias para la adquisición y el mantenimiento del automóvil), el automovilista francés promedio recorre 15.500 kilómetros al año, pero consagra a su automóvil 1550 horas al año, lo cual significa que emplea una hora para recorrer 10 kilómetros, contra los 13 de la bicicleta. Sin embargo, puesto que la política de los transportes se proponía objetivos de productividad económica y los intereses de los individuos, desde ese momento la construcción de autopistas y de vehículos se intensificó.

Si los análisis de Illich han sido ampliamente discutidos, no menos importantes son aquellos que ha dedicado a las así llamadas «profesiones inhabilitantes», que monopolizan una cierta actividad expropiando a los hombres que hasta entonces la habían practicado (podemos agregar al catálogo illichiano la categoría de los arquitectos, que, desde el momento de su aparición en el siglo XIX, han expropiado a los hombres la capacidad de construir de la que habían dado muestra por milenios); la crítica de las nociones de escasez y de necesidad, que definen la economía de la era industrial y el Homo œconomicus constitutivamente necesario que le corresponde, a la vez cliente ideal del mercado capitalista y súbdito perfecto de la asistencia estatal; la crítica del fetiche vida y de la bioética, solidaria suya; la genealogía de los servicios de la secularización del pastorado eclesial; y, no por último, la reconstrucción estupenda de la transformación que sufren el libro y la lectura desde el siglo XII hasta hoy (In the Vineyard of the Text, 1993).

En todas estas investigaciones, está en cuestión una amenaza que concierne a la humanidad del hombre -a condición de precisar, sin embargo, que por «humanidad» no se entiende aquí una naturaleza biológica o culturalmente presupuesta, sino las prácticas inmemoriales a través de las cuales los hombres se vuelven la vida posible, es decir, aquella dimensión que Illich ha llamado «convivialidad». Problema filosófico por excelencia, si la filosofía es en primer lugar la memoria de la antropogénesis, es decir, del devenir humano del viviente hombre.

3. No es posible comprender una época histórica ni un pensamiento si no se conoce la experiencia del tiempo que constituye su condición. Precisamente la lucidez con la que Illich sitúa su pensamiento con respecto a esta experiencia define la pertinencia, a menudo irrefutable, de sus análisis. Es conocida la tesis de Schmitt según la cual todos los conceptos políticos son conceptos teológicos secularizados. Esta tesis tiene que ser precisada en el sentido de que esos conceptos secularizados son hoy esencialmente conceptos escatológicos. Si el pensamiento contemporáneo ha buscado eludir un arreglo de cuentas con su propia situación histórica, recurriendo a conceptos evidentemente inadecuados como fin de la historia, poshistoria, posmodernidad, esto es porque se funda realmente en una secularización de la escatología cristiana. Por esto Illich, con un gesto que recuerda a la proyección benjaminiana del mesianismo en la historia profana, puede tomar la palabra de su tiempo y mirar en él desde una perspectiva declaradamente apocalíptica. «Atribuirme la idea de que nuestra época sea una época poscristiana —declaró en las extenuantes conversaciones con David Cayley— sería completamente equivocado. Por el contrario, creo que nuestra época es, paradójicamente, la época más explícitamente cristiana, la cual podría estar muy cercana al fin del mundo».

4. El concepto tal vez central de la escatología secularizada de la modernidad es el de crisis. No sólo en la economía y en la política, sino en todo ámbito de la vida social, la crisis coincide hoy con el estado normal. De los tres campos semánticos que confluyen en la historia de este término (el jurídico-político de «juicio» en un proceso o en una asamblea, el médico de momento decisivo en una enfermedad, y el teológico de juicio final) sólo los dos últimos han contribuido a definir su significado en la modernidad.

Sin embargo, ambos significados sufren una transformación que concierne a su indicio temporal. Krisis significaba en la medicina antigua el juicio con el que el médico reconoce si el enfermo sobrevivirá o morirá, mejorará o empeorará. Este juicio coincide con un momento preciso en el desarrollo de la enfermedad, que Galeno llama «días decisivos (krisimoi, dies decretorii)». En el concepto moderno de crisis, en el que ésta se vuelve una condición permanente, la conexión con un instante de la decisión comienza a faltar. La crisis es separada de su «día decisivo» y prolongada indefinidamente en el tiempo.

Lo mismo le sucede al juicio final de la tradición teológica: el juicio era inseparable del fin de la cosa juzgada. Como escribe Tomás, «el juicio concierne al término, a través del cual las cosas son conducidas a su fin» (S. th. Suppl. q. 88, art. 1). «No se puede dar el juicio a una cosa mutable antes de su consumición […] por eso es necesario que el juicio final advenga en el último día, el único en el que se puede decidir completa y manifiestamente aquello que concierne a cada hombre» (ibid.,, III, q. 59, art. 5). En la secularización moderna de la «crisis», el juicio resulta en cambio separado de su conexión esencial con el fin y es hecho coincidir con el decurso cronológico, de tal modo que la cosa no puede nunca ser pensada en su cumplimiento y en su finalidad propia. Consiguientemente, la facultad de decidir de una vez por todas se debilita y la decisión incesante no decide propiamente nada.

5. Es a esta pérdida de la capacidad de juzgar en la modernidad a la que Hannah Arendt ha dedicado su reflexión en el libro sobre la banalidad del mal. La facultad de pensar y la facultad de juzgar son, para Arendt, distintas y, a la vez, están inextricablemente conectadas. El pensamiento no es una facultad cognitiva, sino aquello que vuelve posible el juicio sobre el bien y sobre el mal, sobre lo justo y lo injusto. Lo que le faltaba a Eichmann no era ni el raciocinio ni el sentido moral, sino la facultad de pensar y, por consiguiente, la capacidad de juzgar las acciones propias.

Illich representa la reaparición intempestiva en la modernidad de un ejercicio radical de la krisis, de una llamada a juicio sin atenuantes de la cultura occidental: krisis y juicio tanto más radicales, porque provienen de uno de sus componentes esenciales: la tradición cristiana. Como Benjamin, Illich se sirve, en efecto, de la escatología mesiánica para neutralizar la concepción progresista del tiempo histórico. Y lo hace según dos modalidades estrechamente entrelazadas: por un lado la experiencia del kairós, del instante decisivo, que quiebra la línea continua y homogénea de la cronología; por el otro la capacidad de pensar el tiempo en relación con su cumplimiento. El instante intemporal de la decisión y la novissima dies en la que el tiempo se consuma son, en los términos de Arendt, las dos puertas que el pensamiento entreabre a la facultad del juicio. Pero en el instante del juicio, el eschaton y el «ahora» coinciden sin residuos.

Es justamente esta situación original con respecto al tiempo y a la historia lo que define la pertinencia y la fuerza de la «crisis» illichiana de la modernidad. Cada una de sus investigaciones adquiere su verdadero sentido sólo si se la sitúa en la perspectiva unitaria de aquello que podemos considerar, junto a las de Hannah Arendt y de Günther Anders, como una de las críticas más amplias y coherentes a los poderes devastadores del progresismo, del «Absurdistán o infierno en la tierra» que éste, con todas sus buenas intenciones, ha realizado.

Si, como habíamos visto, esta crítica tenía sus raíces en la tradición cristiana, era, sin embargo, inseparable de la conciencia de la responsabilidad de aquella tradición en el destino de la modernidad. Si algo distingue el pensamiento de Illich de las críticas progresistas o reaccionarias de nuestra sociedad, es su enraizamiento en aquella tradición y, a la vez, la capacidad de salir de ella sin reservas en dirección de la filosofía. Y si la filosofía no es una disciplina, sino una intensidad que puede animar cualquier ámbito, en el caso de Illich la filosofía nace, entonces, como una intensificación del campo de tensiones del cristianismo de cara a las consecuencias catastróficas de su perversión secular.

6. Para comprender la situación de Illich con respecto a la tradición teológica hay que partir de las conversaciones citadas con David Cayley publicadas con el título The Rivers North of the Future(2005), Ríos al norte del futuro, y en las cuales -como en una entrevista precedente con el mismo Cayley- él, independientemente de toda intención testamentaria, ciertamente intentó proporcionar una clave de lectura de toda su obra. En ambas entrevistas aparece en cierto momento la expresión mysterium iniquitatis(«el misterio del mal»), en referencia al carácter inédito y extremo del mal con el que el hombre moderno ha de arreglar cuentas. «El mysterium iniquitatis es un mysteriumporque puede ser comprendido sólo a través de la revelación de Dios en Cristo. […] Pero creo también que el mal misterioso que entró en el mundo con la Encarnación puede ser investigado históricamente y que, para esto, no necesitamos ni fe ni credo, sino sólo una cierta capacidad de observación. ¿No es cierto que nuestro mundo está estropeado como en ninguna época precedente? Cuanto más me empeño en examinar el presente como entidad histórica, más me parece confuso, absurdo e incomprensible: me obliga a aceptar una serie de axiomas para los cuales no encuentro ningún paralelo en las sociedades pasadas y pone a la vista una combinación increíble de horrores, crueldad y degradación, que no tiene precedentes en otras épocas históricas […]. ¿Cómo explicar este mal extraordinario? Este problema podría ser considerado bajo una luz complemente nueva, partiendo del presupuesto […] de que no estamos frente a un mal de tipo ordinario, sino frente a la corrupción de lo mejor que adviene cuando se institucionaliza el Evangelio y cuando el amor es transformado en demanda de servicios. La primera generación de cristianos se dio cuenta de que se había vuelto posible un género misterioso —¿cómo lo debería llamar?— de aberración, deshumanidad, negación. Su idea del mysterium iniquitatis me provee una clave para comprender el mal frente al cual estamos hoy y para el cual no puedo encontrar una palabra. Como hombre de fe, tendría al menos que llamarlo la misteriosa traición o la perversión de ese tipo de libertad que los Evangelios trajeron».

Esta larga cita muestra bastante bien la particularidad de la aproximación de Illich a lo contemporáneo: si él reconoce con claridad su fundamento teológico, no renuncia por esto a la indagación puramente histórica. La especificad de su crítica consiste más bien justamente en la indagación de la modalidades a través de las cuales se ha cumplido el paso de lo extrahistórico a lo histórico y de lo teológico a lo profano: cómo, por ejemplo, las nociones de amor, libertad y contingencia, que el cristianismo había inventado, son transferidas a los servicios, al Estado y a la ciencia, produciendo exactamente lo contrario de lo que ellas eran en su origen; y cómo las concepciones de la Iglesia como societas perfecta se acabaron con la producción de la idea moderna del Estado como detentor del gobierno integral de la vida de los hombres en todos sus aspectos. Éste es el paradigma de la corruptio optimi quae est pessima, a través del cual Illich observa la historia de la Iglesia.

7. La expresión mysterium iniquitatis proviene de la segunda epístola de Pablo a los tesalonicenses. En esta epístola Pablo, hablando de la Parusía del Señor, describe el drama escatológico como un conflicto que ve por un lado al mesías, y por el otro a dos personaje que él llama «el hombre de la anomia», ho anthropos tes anomias(lit. «el hombre de la ausencia de ley»), y «aquel que retiene» (ho katechon): «Que nadie los engañe de ninguna manera. Antes debe venir la apostasía y revelarse el hombre de la anomia (ho anthropos tes anomias), el hijo de la destrucción, aquel que se contrapone y se eleva por encima de todo lo que porta el nombre de Dios o recibe un culto, hasta sentarse en el templo de Dios, mostrándose él mismo como Dios. ¿No recuerdan que cuando estaba todavía entre ustedes, les decía esto? Ahora saben lo que lo retiene actualmente de manera que no se revele más que en su tiempo. El misterio de la anomia (mysterion tes anomias, que la vulgata traduce como mysterium iniquitatis) está ya a la obra. Pero sólo hasta que aquel que retiene sea apartado de en medio, y es entonces cuando el impío (anomos, lit. «el sin ley») será revelado, y el señor Jesús lo hará desaparecer con el soplo de su boca» (2 Tes. 2, 2-11).

Mientras que el «hombre de la anomia» ha sido identificado por la tradición exegética con el Anticristo de la primera epístola de Juan (2, 18), para «aquel que retiene» ya a partir de Agustín -que habla de él en la Ciudad de Dios (XX, 19)- ha sido propuesta una doble interpretación. Según algunos (entre quienes se encuentra Jerónimo y, entre los modernos, Carl Schmitt, que ve en el katechon la única posibilidad de concebir la historia desde un punto de vista cristiano) la alusión es al Imperio Romano, que actúa como un poder que retiene la catástrofe del fin de los tiempos; según otros -entre quienes se encuentra un contemporáneo de Agustín, Ticonio- aquello que retrasa el drama escatológico es la naturaleza dividida de la Iglesia, que tiene un lado santo y luminoso y, a la vez, un lado oscuro y siniestro, en el cual crece y mora el Anticristo.

Es en esta tradición exegética donde se inscribe de algún modo también la lectura particular que Illich hace del mysterium iniquitatis. No se trata para él, según una interpretación que ha encontrado amplia difusión entre los filósofos y los teólogos contemporáneos, de un misterio metahistórico, de un hondo drama teológico que paraliza y vuelve enigmática toda acción y toda decisión, sino de un drama histórico, por lo tanto, como habíamos visto, de aquella corruptio optimi pessima que, a través de un proceso secular, ha llevado a la Iglesia a dar a luz, en su seno, su perversión anticrística en la modernidad. Y en este drama histórico, en el que el eschaton, el último día, coincide con el presente, con el «tiempo de ahora» paulino, y en el que la naturaleza dividida -a la vez crística y anticrística- del cuerpo no sólo de la Iglesia, sino de toda sociedad y de toda institución humana, alcanza al fin su apocalíptico desvelamiento, es de este drama histórico que Illich eligió sin reservas y sin ambigüedad formar parte.

8. También Gender, el libro de 1982 que aquí se vuelve a proponer, tiene que ser situado en esta perspectiva. Como Illich escribe más de diez años después en el importante prefacio a la segunda edición alemana (hasta aquí inédita en italiano), también este libro nace de la «repugnancia» frente a la «terrible corrupción de aquello que es más excelente», que hasta el final siguió siendo para él «el enigma en el cual arrojar luz». Pero, al mismo tiempo, sugiere Illich, el libro marca un viraje en la investigación de su autor. La pérdida del género y su transformación en sexualidad -que constituye el tema del libro- son tratadas aquí no ya en la forma de una «crítica agresiva» de la modernidad, sino en aquella, «ponderada», de una investigación sobre la «historia social del “nosotros” vivido», es decir, de una reflexión «sobre la mutación en los modos de la percepción» del cuerpo y de sus relaciones con el mundo que, bajo la presión de los «rituales mitopoiéticos» (Illich nombra entre éstos la escuela, la medicina, la misión, la urbanística, los transportes, la propaganda) han llevado al deterioro y a la pérdida de innumerables formas de vida vernaculares. Hay que agregar aquí una importante precisión a cuanto hemos dicho sobre el rigor de la crítica de Illich a la modernidad. El juicio es, para él, tanto más implacable, en cuanto que se trata de su memoria y de su única posibilidad de salvación de aquel universo vernacular que él no se cansa de evocar y describir en todos sus aspectos. El juicio es despiadado, porque en él las cosas aparecen como perdidas e insalvables; la salvación es benigna, porque en ella las cosas aparecen como enjuiciables. La difícil trama de juicio y salvación define el ethos particular de la escritura y del pensamiento de Illich.

Este desplazamiento, en la ardua cresta entre juicio y salvación, entre memoria histórica y crítica del presente, puede explicar la desorientación y el desconcierto con el que el libro fue inicialmente acogido. La reivindicación del «género» (gender es en inglés una categoría exclusivamente gramatical) -que permanece en una «dualidad del humano» que distingue «los lugares, los tiempos, los utensilios, las tareas, los modos de hablar, los gestos asociados a los hombres de aquellos asociados a las mujeres»- contra el «sexo», concebido en cambio como la polarización de todas aquellas características, dignidad y derechos que, a partir de finales del siglo XVIII, se atribuyen en modo idéntico a todos los seres humanos, era demasiado insólito a un oído moderno para ser íntegramente aceptable. En el mismo sentido, la crítica de la «aspiración organizada de las mujeres a la igualdad económica», prisionera de la misma lógica capitalista que creía combatir, era en aquellos años todavía precoz. Queda la circunstancia singular de que, algunos años después -al menos a partir del libro de Judith Butler Gender Trouble (1991)- el término gender se impone hasta transformar la propia denominación de los estudios sobre el feminismo, reformulados ahora en la nueva rúbrica académica de los Gender studies. En el libro de Butler, sin embargo -que además critica el primado de la dimensión biológica del sexo contra la cultural del género- el nombre de Illich no aparece.

Muchas señales dejan conjeturar que, también en este ámbito, el pensamiento de Illich haya alcanzado la hora de su legibilidad. Pero ésta sólo será posible hasta cuando la filosofía contemporánea se decida a arreglar cuentas con este maestro celebérrimo y, sin embargo, obstinadamente mantenido en los márgenes del debate académico.//

[Traducción de la «Introduzione» que Giorgio Agamben redactó para una reedición italiana –Genere, Vicenza, Neri Pozza, 2013- del libro de Ivan Illich, Gender, publicado en 1982]

Ivan Illich. El mensaje de la choza de Gandhi

EL MENSAJE DE LA CHOZA DE GANDHI

CHOZA DE GANDHI

ESTA MAÑANA, al estar sentado en esta choza donde vivió Mahatma Gandhi, trataba de absorber el espíritu de sus conceptos y empaparme de su mensaje. Hay dos cosas de ella que me impresionaron grandemente. Una es el aspecto espiritual y otra la que se refiere a sus enseres. Trataba de comprender el punto de vista de Gandhi cuando hizo la choza. Me gustaron muchísimo su sencillez, belleza y orden. La choza proclama el mensaje de amor e igualdad de todas las personas. Como la casa en la que vivo en México se asemeja en muchas formas a esta choza, pude comprender su espíritu.

Aquí encontré que la choza tiene siete tipos de lugares. Al entrar hay uno en el que se colocan los zapatos y se prepara uno, física y mentalmente, para entrar. Luego viene el cuarto central que es lo suficientemente amplio para alojar a una familia numerosa. Esta mañana, a las 4, cuando estaba sentado ahí, listo para rezar, había cuatro personas sentadas conmigo recargadas en una pared y, del otro lado, había suficiente espacio para otros cuatro sentados muy juntos. Este es el cuarto al que todos pueden acudir para reunirse con los demás. El tercer espacio es donde Gandhi se sentaba y trabajaba. Hay otros dos cuartos, uno para visitas y el otro para enfermos. Hay una veranda abierta y también un cómodo y espacioso baño. Todos estos espacios tienen una relación intensamente orgánica.

Siento que, si viniera gente rica a la choza, se burlaría de ella. Cuando veo las cosas desde el punto de vista de un indio común, no veo por qué una casa deba ser más grande que ésta. Está hecha de madera y de adobe. En su construcción no fue la máquina la que trabajó, sino manos humanas. La llamo choza, pero en realidad es un hogar. Hay una diferencia entre casa y hogar. La casa es donde alguien guarda equipajes y mobiliarios. Sirve más para la seguridad y la conveniencia de los muebles que para las del propio ser humano. En Delhi me alojé en una casa que tiene muchos objetos cómodos. El edificio está construido desde el punto de vista de lo que se requiere para alojar esos objetos cómodos. Está hecho de cemento y ladrillo y es como una caja en donde caben bien muebles y otros enseres. Debemos entender que todo el mobiliario y demás artículos que colectamos a lo largo de nuestras vidas nunca nos darán una fortaleza interior. Por decirlo así, son los muebles los que ayudan a sostener a un tullido. Mientras más objetos cómodos tengamos, mayor será nuestra dependencia de ellos y más restringida será nuestra vida. Por el contrario, el tipo de mobiliario que encontré en la choza de Gandhi es de un orden distinto y hay pocas razones para depender de ellos. Una casa instalada con todo tipo de objetos cómodos muestra que nos hemos vuelto débiles. En la medida en que perdemos la capacidad de vivir, dependemos más de los bienes que adquirimos. Es como si dependiéramos de los hospitales para conservar la salud del pueblo y de las escuelas para la educación de nuestros hijos. Desafortunadamente, tanto los hospitales como las escuelas no son un índice para medir el grado de salud ni la inteligencia de una nación. De hecho, el número de hospitales indica la mala salud de la gente y las escuelas hablan de su ignorancia. En forma similar, la multiplicidad de instalaciones de servicio para vivir reduce al mínimo la expresión de la creatividad de la vida humana.

Desafortunadamente, la paradoja de la situación es que los que tienen más “artículos domésticos” son considerados criaturas superiores. ¿No se consideraría inmoral la sociedad donde la enfermedad tuviera más importancia y en donde el uso de piernas artificiales se considerase superior? Al sentarme en la choza de Gandhi sentí tristeza al ponderar esta perversión. He llegado a la conclusión de que no es correcto pensar que la civilización industrial es el camino que conduce a la plenitud. Se ha demostrado que para el desarrollo económico no es necesario tener más y mayores máquinas para la producción ni tampoco más ingenieros, médicos y profesores. Estoy convencido de que son pobres de mente, cuerpo, estilo de vida los seres que desean un espacio más grande que esta choza en la que Gandhi vivió y siento lástima de ellos. De esa manera, se rinden ellos mismos y su yo animado por la estructura inanimada. En el proceso pierden la elasticidad de su cuerpo y su vitalidad. Tienen escasa relación con la naturaleza y cercanía de sus congéneres.

Al preguntar a los planificadores de hoy por qué no comprenden este sencillo enfoque que nos enseñó Gandhi, dicen que su camino es muy difícil y que la gente no sería capaz de seguirlo. Pero la realidad es que, en virtud de que los principios de Gandhi no admiten la presencia de ningún intermediario o de un sistema centralizado, planificadores, gerentes y políticos se sienten poco atraídos por ellos. ¿Cómo es que no se entiende ese principio tan sencillo de verdad y de no-violencia? ¿Es porque la gente siente que la no verdad y la violencia los llevará al objetivo deseado? No, no es así. El ser humano común comprende plenamente que los medios correctos lo llevarán al fin correcto. Únicamente quienes tienen intereses creados se rehúsan a comprenderlo. Los ricos no quieren comprender. Cuando digo ricos me refiero a todos los que tiene “artículos domésticos” en la vida, que no están al alcance de todos. Se trata de “artículos domésticos” para vivir, comer y transitar; y sus medios de consumo son de tal naturaleza que han quedado privados de la capacidad de comprender la verdad. A ellos les resulta difícil comprender y asimilar la propuesta de Gandhi. La sencillez no tiene sentido alguno para ellos. Desafortunadamente sus circunstancias no les permiten ver la verdad. Sus vidas han llegado a ser demasiado complicadas para permitirse salir de la trampa en que cayeron. Afortunadamente, para la gran mayoría de la gente no hay ni tanta riqueza que los haga inmunes a la verdad de la sencillez, ni viven en tal penuria que carezcan de la capacidad de entender. Incluso cuando los ricos ven la verdad se rehúsan a comprenderla. Es porque han perdido el contacto con el espíritu de esta realidad.

Debe ser claro que la dignidad del ser humano será posible únicamente en una sociedad autosuficiente y que disminuye al desplazarse hacia una industrialización progresiva. Esta choza denota el placer que es posible derivar cuando se está a la par con la sociedad. Aquí el autoabastecimiento es la regla del juego. Debemos comprender que los artículos y bienes innecesarios que alguien posee, reducen su capacidad de derivar felicidad del entorno. Por ello, Gandhi dijo en repetidas ocasiones que la productividad debe mantenerse en los límites del deseo. El modo de producción de la actualidad es tal que no tiene límites y aumenta sin cortapisas. Todo esto ha sido tolerado hasta ahora, pero ha llegado el momento en que se debe comprender que al depender más y más de las máquinas está avanzando hacia su propio suicidio. El mundo civilizado, en China o en Alemania, ha empezado a comprender que, si queremos el progreso, no lo tendremos por este camino. El ser humano debe darse cuenta de que, para bien del individuo y de la sociedad, es mejor que la gente conserve para sí sólo lo que es suficiente para sus necesidades inmediatas. Tenemos que encontrar un método en que este pensamiento pueda expresarse, a fin de comprender los valores del mundo actual. Este cambio no podrá producirse por la presión de los gobiernos o a través de instituciones centralizadas. Tiene que crearse una atmósfera de opinión pública que permita a la gente comprender aquello que constituye la sociedad básica. Hoy, el ser humano que tiene un automóvil se considera superior a quien tiene una bicicleta, pero cuando vemos esto desde el punto de vista de la norma común, la bicicleta es el vehículo de las masas. Por lo tanto, debe de considerarse de primordial importancia, y toda la planeación de carreteras y de transporte debe hacerse con base en la bicicleta, mientras que el automóvil debe ocupar un lugar secundario. Sin embargo, la situación es a la inversa y todos los planes se hacen para beneficio de los automóviles, dando segunda prioridad a la bicicleta. En esta forma se ignoran los requerimientos del ser humano común en comparación con los de los que están arriba. La choza de Gandhi muestra al mundo cómo la dignidad del ser humano común puede salir a flote. También es un símbolo de la felicidad que podemos derivar de la práctica de los principios de sencillez, servicio y veracidad.”////

NOTA: Illich muere en diciembre de 2002. En marzo de 2004, el Boletín CF+S, Ciudades para un Futuro más Sostenible [Instituto Juan Herrera] lo homenajea, en su número veintiséis. El editorial del boletín le corresponde al español Agustín Hernández Aja: “El 2 de diciembre de 2002 murió en Bremen Ivan Illich, uno de los pensadores del siglo XX más crítico con el modelo industrial dominante. Tras su muerte se organizaron los días 26 y 27 de marzo de 2003, en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, unas jornadas sobre El pensamiento crítico de Ivan Illich, cuyo fruto es, en parte, este boletín. Ivan Illich a muchos les parece hoy un hombre muy lejano, de otro tiempo, y es desconocido por los más jóvenes, y aunque su pensamiento crítico tuvo abundantes seguidores, muchos de ellos prefieren recordarlo como alguien cercano al pensamiento místico, eludiendo su carga de crítica radical al sistema y a sus instrumentos de reproducción.” El epígrafe a ese editorial es: “«La era de las profesiones será recordada como un tiempo en el que la política aplastaba, en el que los votantes, guiados por profesores, confiaban a tecnócratas el poder de legislar necesidades, la autoridad de decidir quién necesita qué, y sufrieron que oligarquías monopolísticas determinaran los medios con los que debían satisfacerse esas necesidades.» Ivan Illich, Profesiones inhabilitantes”. El boletín CF+S números 29/30 de junio de 2005, “Notas para entender el mercado inmobiliario”, incluye el texto de Illich de 1978, “El mensaje de la choza de Gandhi” que bastante tiene que ver con la crítica al modelo industrial dominante.

Paquot. La resistencia según Ivan Illich

LA RESISTENCIA SEGÚN IVAN ILLICH

Thierry Paquot [1]

El célebre teórico de La convivialité, Ivan Illich (1926-2002), acaba de morir, a los 66 años, en Bremen, donde enseñaba en la Universidad. Desde hace varios años dividía su tiempo entre Alemania, la Universidad de Pennsylvania (State-College) y su domicilio de Cuernavaca (México). Aunque publicara regularmente y diera conferencias en todo el mundo, su público había declinado en Francia.

El lunes 2 de diciembre, Ivan Illich prolongó su siesta al punto de alcanzar la eternidad. De ahora en adelante, está muerto. Escribo ´de ahora en adelante´, porque desde hace años, cada vez que evoco su nombre, mis interlocutores invariablemente me preguntan la fecha de su muerte. Está muerto y su obra completa será reeditada, lo que permitirá a algunos descubrirla y a otros volver a recorrerla. Obra exigente, abundante, perturbadora, difícil de clasificar, a semejanza de su autor, quien raramente se encontraba allí donde cabía esperar.[2]

Bastante alto, enjuto, de mirada atractiva, sonrisa cálida, perfil agudo, excepto del lado de esa impresionante protuberancia que lo desfiguraba, Ivan Illich sabía hacernos sentir a gusto. Luego del primer intercambio de palabras sobre lo cotidiano, su pensamiento se activa, adopta el ritmo de su discurso y nos colma con su inteligencia. Habla de los ´humores´ en la obra de un médico alemán del siglo XVIII, se remonta a Aristóteles, visita a Diderot y a Lavoisier, evoca a Claude Bernard, se detiene en Balint, vuelve a su médico alemán, y se pregunta, en voz alta, sobre el diagnóstico, la consulta, la privación de sí por otro –el médico-, el rechazo del dolor, describe con precisión la máquina hospitalaria actual, alterando de paso análisis ya viejos que se encuentran en Némèsis médicale.

Otro día, el discurso errante toma otro camino, demuestra que el silencio puede ser un arma de cuestionamiento semejante a la no violencia, expone la reflexión filosófica de Max Picard, la confronta con la de Emmanuel Lévinas, aprovecha para contar una discusión sobre ´toma de la palabra´ y silencio con Michel de Certeau, habla de los Padres de la Iglesia y de la vida eremítica, recuerda diversos happenings silenciosos en los cuales participó, ubica su discurso en una sociedad de lo escrito, luego en la de la imagen y se entusiasma con el siglo XII, su siglo predilecto. Estas dos anécdotas, de las que soy modesto testigo, concuerdan con muchos otros relatos con los que otros comensales, irritados o maravillados, enriquecen este increíble enciclopedismo fundado a la vez en una gran facilidad para manejar numerosas lenguas (¡más de diez!) y en una curiosidad infinita.

Es verdad que el joven Ivan -nacido en Viena, hijo de padre dálmata y católico y de madre alemana y judía- no tuvo sólo una lengua materna, sino varias, francés, italiano alemán, antes de aprender, a partir de los ocho años, serbocroata, lengua de sus abuelos. Más tarde, estudiará griego y latín (lo que le facilitará el análisis etimológico de las palabras y de los conceptos), español, portugués, hindi, etc. Se inscribe en cristalografía en Florencia, en filosofía y teología en Roma, en historia medieval en Salzburgo, se ordena sacerdote, viaja a Nueva York en 1951, reclama una parroquia portorriqueña, se convierte en vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico en 1956 (¡a los 30 años!), cuestiona cada vez más el sistema escolar y las posiciones reaccionarias del clero, crea seminarios paralelos y diversos grupos de trabajo.

Tres años más tarde, atraviesa en autobús y a pie toda América Latina, se opone a la concepción estadounidense del desarrollo, se instala en Cuernavaca y funda el Centro Internacional de Documentación Cultural (CIDOC). Frecuentado primero por ´voluntarios´ estadounidenses -del programa Alianza para el progreso lanzado por Kennedy- que llegaban allí para estudiar español y la civilización del país al que se dirigían. El CIDOC es conocido especialmente por el trabajo crítico sobre la sociedad capitalista llevado a cabo por numerosos intelectuales de todas las nacionalidades bajo la dirección de su fundador.

Este Centro funcionará durante diez años, de 1966 a 1976. A partir de 1967, Ivan Illich rompe con Roma, que lo convoca luego de recibir un informe de la CIA, pero que se inquieta sobre todo por la acogida de algunos textos, como “Disparition de l’ecclésiastique” (1959), publicados en Libérer l’avenir (Seuil, 1971). Menciona presiones contra el Centro, e incluso agresiones físicas, aunque sin insistir… El paso por Cuernavaca se convierte, para cierta izquierda radical tercermundista, en un desvío obligado. La seriedad de sus estudios se codea allí con los encuentros festivos, dos actividades marcadas por cristianismo. Por lo demás, si bien Ivan Illich adopta el estado laico, continúa convencido de que “la mayoría de las ideas claves que hacen del mundo contemporáneo esta realidad particular tienen un origen cristiano”.[3]

Con sus obras Une societé sans école y La conviavilité, Ivan Illich adquiere renombre: aún no tiene cincuenta años y sus ideas son discutidas en todo el mundo.[4] Sus primeras obras apuntan a demostrar que las “herramientas” (entendiendo por éstas, las “instituciones” y otras grandes “máquinas” sociales, como la Iglesia, la Escuela, el Hospital, los Transportes, etc.) al franquear un determinado umbral se vuelven contraproducentes, con una “contra-productividad paradójica”-precisa Illich- porque no es deseada por sus creadores. Cuanto más progresa un sistema técnico, más se incrementa la parte de heteronomía del individuo, y más se reduce su parte de autonomía, dejándolo cada vez más dependiente de lo que no puede controlar: la energía nuclear, la autopista, la quimioterapia, las manipulaciones genéticas, etc.

Detrás de las comprobaciones, rápidamente simplificadas por sus seguidores, como “la escuela desescolariza”, “el hospital enferma”, “el automóvil obstruye la circulación”, se encuentra una notable crítica al “progreso” y a aquello que lo legitima, la satisfacción de las supuestas “necesidades”.[5] Ivan Illich rechaza el ángulo de ataque de los miembros del Club de Roma que, en 1972, invitan a los dirigentes a detener el crecimiento con el fin de retrasar la escasez de materias primas y reducir el derroche de reservas energéticas. No cree de ningún modo en cualquier “protección de la naturaleza” y denuncia el despliegue irreflexivo de técnicas como la economía política del desarrollo, que autores como René Passet y Serge Latouche van a utilizar y profundizar. Estos libros son para leer juntos, ya que pertenecen a un mismo proyecto: la liberación total de la singularidad de cada individuo, cualesquiera sean su cultura, sus ingresos, su lugar en el sistema productivo, etc.

Esta liberación del sujeto –estas palabras no pertenecen a su vocabulario- se basa en el dominio del propio cuerpo y las propias necesidades, independientemente de las técnicas disponibles. Ivan Illich cuenta esta historia de una estudiante, a quien le ofrece un vaso de sidra, que le responde: “No, gracias, mis necesidades de azúcar para el día de hoy ya están satisfechas”. Sus necesidades han sido confiscadas por los calculadores de calorías y los normalizadores… Compartir una bebida, durante una discusión, es ajeno a este tipo de medida, y proviene de un ritual que hace justamente que una necesidad sea siempre cultural e histórica. El estudio de la invención de las necesidades estandarizadas y válidas para todos ocupará a Ivan Illich durante varios años y lo obligará, en el transcurso de ellos, a establecer otras genealogías como las de “ser humano”, “vida”, “persona”, “género”, “salud”, etc., de donde resulta una evolución en la historia de Occidente.[6]

¿En qué momento, en qué circunstancias y con qué consecuencias, por ejemplo, el trabajo se convierte en el momento crucial de la existencia individual y colectiva? Le Travail fantôme y Le Genre vernaculaire completan los primeros ensayos y los esclarecen, insistiendo en el lenguaje como arraigo existencial más importante de cada uno, la sexualización de la sociedad como discriminación entre los géneros y la creencia errónea en el homo economicus como modelo de comportamiento, etc. Estas obras, leídas demasiado rápido, irritan a los tercermundistas, para quienes el “trabajo fantasma” no valoriza a los “pobres” que dependen del “sector informal”, y a las feministas, que rechazan la diferencia de los géneros de Illich y militan por una igualdad jurídica y económica hombre-mujer. Sus últimas investigaciones sobre lo oral, lo escrito y la imagen, pasarán inadvertidas.

Adulado por los defensores de la “segunda izquierda” francesa durante los años ’70, Ivan Illich les resulta demasiado pesimista cuando acceden a las responsabilidades políticas, con la elección de François Mitterrand, en 1981. Los tercermundistas deben reaccionar ante el fin de la Guerra Fría y la mundialización de las economías y de las telecomunicaciones: ya no encuentran en la obra de Illich motivo de reacción a sus cuestionamientos. Los ecologistas no aprecian su crítica del principio de la responsabilidad, iniciado por Hans Jonas, y no se adhieren a su crítica de la técnica, inspirada por Jacques Ellul, Lewis Mumford y algunos otros.

En síntesis, ya no hay sintonía entre un pensador de una originalidad desconcertante y una intelligentsia desorientada. Fuera de Francia, las redes establecidas por Illich continúan la difusión de sus investigaciones y se comprometen en los caminos que ha abierto, y su influencia –difícil de aprehender- es cierta, como lo demuestran la popularidad de sus conceptos y su presencia en las bibliografías. De Vancouver (Hábitat I, en 1976) a Río (Cumbre de la Tierra, 1992), de los comités de barrio para un presupuesto participativo a las asociaciones para una alternativa a la mundialización neoliberal, las ideas de Ivan Illich parecen muy lejos de haber caído en el olvido.

Notas:

[1] Thierry Paquot, filósofo, profesor del IUP-París XII, editor y amigo de Ivan Illich. En Le Monde Diplomatique, Enero de 2003, edición española. Texto disponible en http://monde-diplomatique.es/2003/01/paquot.html

[2] Por Fayard, en 2003.

[3] Véase David Cayley, Entretiens avec Ivan Illich, traducción francesa, Bellarmin, Saint-Laurent, Quebec, 1996, pág. 146.

[4] Jean-Marie Domenach pone al servicio del pensamiento de Illich la revista Esprit que dirige, publicando varios de sus artículos en 1970 y 1971 y dedicándole dos números: “Illich en débat”, N° 3, marzo de 1972, y “Avancer avec Illich”, Nº 7-8, julio-agosto de 1973. En los fragmentos elegidos de su Diario 1944-1977, Beaucoup de gueule et peu d’or, Seuil, 2001, Domenach le dedica sólo unas líneas, pág. 291, mientras que en nuestras conversaciones me confirmó la importancia que tuvo para él la lectura de Illich; véase su crónica en L’Express, 21-9-90. Illich figura en el sumario de la revista Les Temps Modernes, en 1969 y 1970, y Herbert Gintis escribe una “Critique de l’illichisme” Nº 314-315, septiembre-octubre de 1972. El N° 109 (diciembre de 1972) de la revista Les Cahiers Pédagogiques y el N° 62 de la revista L’ARC, de 1975, están totalmente dedicados a Illich. En Le Nouvel Observateur, Michel Bosquet (alias André Gorz) vulgariza, discute y populariza las tesis de Illich, al construir su obra original.

[5] Véase “Needs”, por Ivan Illich, The Development Dictionary, editado por Wolfgang Sachs, Zed Books, Londres, 1992, págs. 88 y ss.

[6] Véase «L’obsession de la pensée parfaite», Le Monde diplomatique, marzo de 1999, pág. 28.//

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Acerca de las entrevistas de David Cayley a Ivan Illich [1997-2002]

LAS ENTREVISTAS DE CAYLEY A ILLICH

Jon Igelmo Zaldívar [1]

A la bibliografía de Ivan Illich es necesario añadir una serie de trabajos que, por lo general, han pasado desapercibidos para quienes desde la pedagogía han realizado recientes acercamientos al pensamiento de este autor. Se trata tres series de programas emitidos en la radio canadiense CBC en 1988, 1989 y 2000, y dos libros publicados por la editorial Anansi en 1992 y 2005. Estos trabajos son el resultado de las entrevistas que el periodista canadiense David Cayley mantuvo con Illich en los años ochenta y noventa.

Illich y Cayley coincidieron por primera vez en el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) de Cuernavaca, México, en 1969. Para entonces Cayley había vivido una experiencia agridulce como profesor voluntario de una escuela en la isla de Borneo, dentro del programa de ayuda al desarrollo de la Canadian University Service Overseas. De ahí que los textos que en ese tiempo estaba publicando Illich en relación a la crítica a las instituciones educativas modernas, y que formaron parte de su libro La sociedad desescolarizada (1971), llamaran la atención de Cayley.

Después de aquel primer encuentro en México, Cayley dio seguimiento a los trabajos que fue publicando Illich en los años posteriores. Ya en 1987 supo iba dar una conferencia sobre oralidad y alfabetismo en Toronto. Para esta reunión académica se habían citado investigadores de la escuela de Milman Parry, Harold Innis, Marshall McLuhan o Walter Ong. El propio Eric Havelock participaba en este evento académico con una disertación de la relación entre los modos de conocimiento, la oralidad y la escritura. Por aquel entonces Illich estaba trabajando junto con Barry Sanders en su libro ABC: The Alphabetization of the Popular Mind (1988). Cayley, por su parte, fue a cubrir el evento para el programa de radio Ideas de la CBC.

Al parecer, quienes organizaban este encuentro habían pedido a los asistentes grabar una entrevista con Cayley para un monográfico especial que llevaría por título “Literacy: The Medium and the Message.” Cayley buscó a Illich en el vestíbulo del hotel en que se hospedaba antes de que comenzara su conferencia, y éste le contestó que a pesar de que le estaba pidiendo algo que iba en contra de la decisión que había tomado de no volver a conceder entrevistas a la prensa tras el cierre del CIDOC en 1976, iba a aceptar en esta ocasión realizar una entrevista en deferencia a quienes le habían invitado a la conferencia.

En un momento de la entrevista Illich y Cayley se dejaron llevar por una animada conversación sobre algunas de las ideas que Illich había trabajado en relación a la educación en su libro La sociedad desescolarizada. Cayley comentó que sus hijos nunca habían ido a la escuela. También le dijo que cuando supo de su llegada a Toronto se le había pasado por la mente llevar a cabo una serie de grabaciones en relación a las tesis que en torno al tema de la educación y las instituciones modernas habían presentado en sus trabajos años atrás. Y que todavía mantenía la intención de llevar a cabo este proyecto.

La respuesta afirmativa de Illich respecto a la propuesta plateada por Cayley no llegó hasta siete meses después. Si bien, no fue hasta septiembre de 1988 que acordaron la primera cita. Cayley se desplazó al State College en Pensilvania donde Illich impartía algunos seminarios, al tiempo que trabajaba en su casa junto con un grupo de estrechos colaboradores. En los descansos de estos encuentros fue cuando Cayley entrevistó a Illich. Se reunieron dos horas al día durante ocho jornadas seguidas. Un año después, en 1989, con todo el material grabado Cayley editó y lanzó cuatro programas de radio para la CBC titulados “Part Moon, Part Travelling Salesman: Conversations with Ivan Illich.”

Sobre el resultado de este proyecto Illich nunca mostró mucho interés. Parece ser que nunca llegó a escuchar las grabaciones. Si bien, un cercano colaborador suyo, Lee Hoinacki, pidió a Cayley una cinta para poder escuchar el trabajo final. Al escucharlas Hoinacki pensó que las entrevistas eran un material de bastante interés y que su transcripción y edición podrían servir de complemento a los trabajos anteriores de Illich. En consecuencia, y con el permiso de Illich, Cayley y Hoinacki trabajaron en la edición del libro Ivan Illich in Conversation que fue publicado en 1992 por la editorial Anansi.

En este libro, guiado por el esquema de trabajo trazado por Cayley para las entrevistas de la radio, Illich repasó las principales tesis que fueron apareciendo en los textos que había publicado a lo largo de su vida. Con cierta reticencia volvió a los tiempos del CIDOC y revisó lo entonces planteado a la sombra de los cambios que acontecieron posteriormente a nivel mundial. Regresó a La sociedad desescolariza (1971), La convivencialidad (1973), Energía y Equidad (1973) y Némesis Médica (1975), para contextualizar las que fueron sus intenciones, aspiraciones e intuiciones en aquellos años. Se desdijo también de algunos de sus postulados. Aportó, finalmente, una interesante narración de las influencias académicas y experiencias vitales que marcaron las tesis de sus principales panfletos, al tiempo que repasó las anécdotas, encuentros y debates que entonces mantuvo con algunos renombrados intelectuales del momento, es el caso de Paulo Freire, Jacques Maritain, Erich Fromm, Leopold Kohr, Paul Goodman, Everett Reimer, Philippe Ariès, John Holt, Hélder Câmara o Michel Foucault.

No obstante, al finalizar este trabajo para la radio en 1989 Cayley quedó profundamente conmovido por lo que Illich había planteado en la grabación realizada durante el último día en Pensilvania. Para entender el modo en que concebía la Iglesia y la fe hacía veinte años, había señalado que sólo era necesario coger el libro La sociedad desescolarizada y sustituir las palabras ´escuela´ y ´educación´ por las de ´Iglesia´ y ´fe´ respectivamente. De esta forma toda su obra podría entenderse como un estudio apofático a partir del cual reconocer con gran tristeza la realidad de la cultura occidental, la cual estaba profundamente enraizada en la historia de la Iglesia. Una tristeza que se reafirmaba en la frase de San Jerónimo: corruptio optimi quae est pessima [la corrupción de lo mejor es lo peor]. Pues para Illich la creciente institucionalización operada en occidente, en su intento por asegurar, garantizar y regular la palabra revelada por Dios en el Nuevo Testamento, había terminado por hacer que lo mejor se pervirtiera en lo peor.

El verano de 1989 Illich estuvo de nuevo en Toronto en una conferencia y se quedó unos días en la casa de Cayley. Fue entonces cuando éste pensó en la opción de un nuevo libro en el que Illich desarrollara más detenidamente su pensamiento en relación al modo en que la singularidad de la sociedad moderna sólo podía ser entendida como el resultado del intento de institucionalizar el Evangelio cristiano por la Iglesia. Cayley pensaba que el desarrollo de este planteamiento proporcionaría una nueva clave para la interpretación de la obra completa de Illich. Y cuando Cayley se lo planteó de camino al aeropuerto de Toronto, éste le respondió que la próxima vez que se vieran le traería algunos capítulos.

Durante los siguientes años Cayley e Illich se encontraron en distintas ocasiones, pero los capítulos prometidos no llegaban. Según Cayley había un número considerable de argumentos que podía explicar esto: otros compromisos, la dolorosa enfermedad que Illich padecía y que no le permitía dedicar el esfuerzo que requería un trabajo tan ambicioso, o incluso cierta reticencia a la hora de enfrentar un tema potencialmente explosivo y que le podría llevar con facilidad a malentendidos. De forma que para mediados de los años noventa Cayley había llegado a pensar que el proyecto nunca saldría adelante. Entonces lo que propuso a Illich fue realizar un conjunto de grabaciones en las que desarrollara este tema. Luego Cayley se comprometió a trascribir los audios. A todo lo cual Illich aceptó de buen grado.

Ya en 1997 ambos pasaron dos semanas reunidos en la casa de Illich en Ocotepec, México. En esos días fueron editados y transcritos por parte de Cayley los primeros catorce capítulos del futuro libro. Las grabaciones, en esta ocasión, no fueron el resultado de un guion planteado para una entrevista. Fue el propio Illich el que introducía y desarrollaba cada uno de los temas tratados en cada grabación. Cayley sólo interrumpía a Illich para clarificar o reenfocar lo que decía, pero lo mayoría de las veces no sabía a dónde iban los argumentos o cuál sería el próximo tema a desarrollar.

Dos años más tarde Cayley volvió a Ocotepec para cerrar algunos de los temas que Illich había dejado aún abiertos. Algunos extractos de las nuevas grabaciones que realizó entonces se editaron de nuevo para el programa de radio Ideas de la CBC. La emisión se llevó a cabo en enero de 2000 con el título “The Corruption of Christianity Ivan Illich on Gospel, Church and Society.” Curiosamente estas grabaciones despertaron bastante interés en la universidad de Bremen. También en sectores de la Iglesia católica la entrevista tuvo cierto impacto. Todo lo cual animó a Illich en la primavera de 2002 a preparar una completa transcripción de las grabaciones para su publicación. Pero su muerte en diciembre de ese mismo año sesgó la continuidad del proyecto.

Años después Cayley tomó la iniciativa de cerrar el proyecto y el resultado fue la publicación en 2005 del libro titulado The Rivers North of The Future. The Testament of Ivan Illich as told to David Cayley, que fue comercializado también por la editorial canadiense Anansi en el año 2005. El título del libro fue tomado de unos versos del poeta alemán Paul Celan con quien Illich sentía una fuerte conexión. El prefacio a este trabajo lo realizó Charles Taylor. En este texto el filósofo canadiense señaló que le habían resultado sumamente fértiles e iluminadores los planteamientos que quedaron expuestos en el que es considerado como libro póstumo de Illich, así como las entrevistas que había tenido la ocasión de escuchar en la CBC. Según su análisis, la perspectiva que adoptó Illich para el estudio de las instituciones modernas, y que finalmente desveló en este libro, suponía una ruptura con la tendencia predominante entre los pensadores que, reconociendo el fundamento cristiano de occidente, tomaban como temática de estudio la cuestión de la modernidad. Así, mientras la mayoría se posicionaban en el debate y discutían sobre si la modernidad es la realización del ideal cristiano o su contrario, Illich cambió los términos del debate para estudiar la modernidad dentro del proceso de perversión del cristianismo.

Trabajos Reseñados

Cayley, D. (1988, 1 de febrero). Literacy: The medium and the message. Ideas [Radio program]. Toronto: CBC Radio One.

Cayley, D. (1989, 21 y 28 de noviembre; 5, 12 y 19 diciembre). Part Moon, Part Travelling Salesman: Conversations with Ivan Illich. Ideas [Radio program]. Toronto: CBC Radio One.

Cayley, D. (1992). Ivan Illich in conversation. Toronto: Anansi.

Cayley, D. (2000, 3-7 de enero). The Corruption of Christianity: Ivan Illich on Gospel, Church and Society Ideas [Radio program]. Toronto: CBC Radio One.

Cayley, D. (2005) The rivers north of the future. The testament of Ivan Illich as told to David Cayley. Toronto: Anansi.

Nota:

[1] Jon Igelmo Zaldívar. Universidad Complutense de Madrid, España. Encounters on Education. Volume 12. Fall 2011 pp. 115 – 118. Texto disponible en www.library.queensu.ca

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Ivan Illich. ´La escuela, esa vieja y gorda vaca sagrada´

LA VACA SAGRADA

“LA VACA SAGRADA fue publicado como artículo en Siempre!, en agosto de 1968. Es mi primer esfuerzo por identificar el sistema escolar como instrumento de colonización interna.” / IVAN ILLICH. Obras reunidas. Volumen I. México. FCE, 2006.

El mito liberal y la integración social

Durante las dos últimas décadas, el concepto ´crecimiento demográfico´ estuvo presente en toda conversación relacionada con el desarrollo de América Latina. En 1950, alrededor de 200 millones de personas vivían entre México y Chile, cifra equivalente a la población total de Estados Unidos y Canadá donde sólo 15 millones lograron producir suficiente comida para todos sus conciudadanos y, además, para una buena parte del mundo. Dado el nivel tecnológico de América Latina, tenemos que 120 millones de campesinos subyugados por una agricultura primitiva no lograron abastecer siquiera las necesidades de su población total. Si damos por sentada la eficacia de los programas de control de la natalidad y de desarrollo de la tecnología rural, seguramente para 1985 no existirán más de 40 millones de agricultores que producirán alimentos para una población total de 340 millones. Los 300 millones restantes quedarán marginados de la economía si no se les incorpora a la vida urbana o a la producción industrial.

Por otra parte, durante estos últimos 20 años los gobiernos latinoamericanos y la ayuda técnica extranjera aumentaron su confianza en la eficacia de la escuela -elemental, industrial y superior- como un instrumento de incorporación de los habitantes de barrios, rancherías y poblados, al mundo de la fábrica, del comercio, de la vida pública. Se mantiene la ilusión de que pese a que se posea una economía precaria, la escuela podrá producir una amplia clase media, con virtudes análogas a las que predominan en las naciones altamente industrializadas. Hoy se hace evidente que la escuela no está alcanzando estas metas. Su ineficacia ha motivado un aumento en las investigaciones tendientes a mejorar el proceso de enseñanza que se sigue en las escuelas y a adaptar los planes de estudio y la administración escolar a las circunstancias concretas de una sociedad en desarrollo. Pero dicha investigación no es suficiente; se necesita una revisión radical.

En vez de estancarnos en un esfuerzo por mejorar las escuelas, lancémonos a analizar críticamente la ideología que nos presenta al sistema escolar como un dogma indiscutible de cualquier sociedad industrial. Y al efectuar la revisión no deberemos escandalizarnos si descubrimos que posiblemente no sea la escuela el medio de educación universal en las naciones en vías de desarrollo. Por el contrario, tal vez esto sirva para dejar libre nuestra imaginación y crear un escenario de futuro en el que la escuela resulte un anacronismo. Tal ha sido, durante 1967-1968, el tema de la mayor parte de los coloquios que tuvieron lugar en el Cidoc (Centro Intercultural de Documentación) de Cuernavaca.

El problema es difícil e inquietante. La angustiosa carencia de alternativas que presenta el sistema tradicional escolar, hizo que las discusiones tuviesen un matiz demasiado abstracto y a ratos frustrante. Sin embargo, ellas nos hicieron más conscientes de la ineficacia de la escuela tal como funciona hoy. Llegamos a la conclusión de que en América Latina la escuela acentúa la polarización social, concentra sus servicios -de tipo educativo y no educativo- en una élite, y está facilitando el camino a una estructura política de tipo fascista. Por el solo hecho de existir, tiende a fomentar un clima de violencia.

Tomando en cuenta que la escolarización es un subsistema dentro del sistema social, durante los próximos años nos concentraremos en el Cidoc en analizarlo no desde otro subsistema, sino desde fuera del sistema social. No existe reforma social sin signo político. Cualquier cambio real en el método de admisión, en el plan de estudios y en la expedición de certificados y títulos, es políticamente discutible. Pero aquí proponemos mucho más: el rechazo de la ideología que exige la reclusión de los niños en la escuela. Esta afirmación no sería esencialmente discutible si no fuera considerada políticamente subversiva.

La Alianza para el Progreso (de las clases medias)

Hace siete años los gobiernos americanos constituyeron una Alianza para el Progreso; o tal vez para frenar el progreso, aunque más bien parece una ´alianza´ al servicio del ´progreso´ de las clases medias. En la mayoría de los países, la Alianza impulsó la sustitución de una élite cerrada, feudal y hereditaria por otra que se dice ´meritocrática´. Esta ´nueva´ élite se encuentra abierta solamente a los infelices privilegiados que obtuvieron un certificado escolar. Simultáneamente el proletariado marginado urbano (compuesto en parte por vendedores ambulantes, vigilantes de autos, boleros o lustradores de zapatos, y otros que prestan servicios menores) tuvo una tasa de crecimiento inmensamente mayor que la de las masas rurales tradicionales o la de los trabajadores sindicalizados, señal de que cada día se ensancha más el abismo que separa a la mayoría marginada de la minoría escolarizada.

La antigua y estable sociedad feudal latinoamericana está engendrando dos nuevas sociedades separadas, desiguales y sólo presuntamente entrelazadas. La naturaleza de este distanciamiento representa un fenómeno nuevo, cualitativamente distinto a las formas tradicionales de discriminación social de la América hispana. Es un proceso discriminatorio en pañales que crece con el desarrollo mismo de la escolarización. La escuela es la niñera encargada de que no se interrumpa el ensanchamiento de ese abismo. Resulta ilusorio, por ello, invocar la escolarización universal como medio de eliminar la discriminación. Yo sostengo que la razón fundamental de la alienación creciente de las mayorías marginadas es la aceptación progresiva del ´mito liberal´: la convicción de que las escuelas son una panacea para la integración social.

Arraigado en una tradición, ya sólida en el tiempo de los enciclopedistas, el hombre occidental concibe al ciudadano como un ser que ´pasó por la escuela´. La asistencia a clase sustituyó a la tradicional reverencia al cura. La conversión a la nación por medio del adoctrinamiento escolar sustituyó la incorporación a la colonia por medio de la catequesis. Con la ayuda del misionero, la colonización preparó a las Repúblicas latinoamericanas para la adopción de constituciones basadas en el modelo norteamericano, generalizando la convicción de que todos los ciudadanos tienen el derecho -y por lo tanto, la posibilidad- de entrar en la sociedad a través de la puerta de la escuela. El maestro, misionero de la escuela, encontró en Latinoamérica más éxito en las capas populares que en otras zonas de similar atraso industrial. El misionero de la colonia había preparado la aceptación de su sucesor.

Tal vez esto explique por qué fue fácil para las izquierdas liberales conseguir aumentar las inversiones nacionales e internacionales en escolarización. De hecho, tanto los presupuestos como las inversiones privadas destinadas a la educación han ido aumentando rápidamente y, a falta de una revisión radical, se prepara el terreno para un aumento ulterior totalmente desproporcionado en relación con el de otros sectores de interés nacional.

Es el momento de analizar a fondo la cuestión. El sistema escolar ha venido a hacer de puente estrecho por el que atraviesa ese sistema social que se ensancha día a día. Como único paisaje ´legítimo´ para pasar de la masa a la élite, el sistema coarta cualquier otro medio de promoción del individuo y, mediante la falacia de su gratuidad, crea en el marginado la convicción de ser él el único culpable de su situación.

La escuela: institución anticuada

No es paradójico afirmar que Latinoamérica no necesita más establecimientos escolares para universalizar la educación. Esto suena ridículo porque estamos acostumbrados a pensar en la educación como en un producto exclusivo de la escuela, y porque estamos inclinados a presumir que lo que funcionó en los siglos XIX y XX necesariamente dará los mismos resultados en el XXI. De hecho, ninguna de las dos suposiciones es cierta.

América Latina necesitó tanto sistemas escolares como ferroviarios. Ambos abarcaron continentes, ambos impulsaron a las naciones ricas (ahora ya establecidas) hacia la primera época industrial, y ambos son ahora reliquias inofensivas de un pasado victoriano. Ninguno de esos dos sistemas conviene a una sociedad que pasa directamente de la agricultura primitiva a la era del jet. Latinoamérica no puede darse el lujo de mantener instituciones sociales obsoletas en medio del proceso tecnológico contemporáneo.

Debe dejar que se desmorone el bloque del sistema educativo imperante, en vez de gastar energías en apuntalarlo. Los países industrializados según los moldes del pasado pagan un precio desorbitante por mantener unido lo nuevo y lo viejo. Este precio significa, en último término, un freno a la economía, a la libertad, al desarrollo social e individual. Si América Latina se empeña en imitar esta conducta, la educación, no menos que el transporte, será privilegio de ´la crema y nata´ de la sociedad. La educación se identificará con un título, y la movilidad con un automóvil. Eso es lo que por desgracia está ocurriendo. Ni económica ni políticamente pueden nuestros pueblos soportar ´la era del dominio de la escuela´.

El monopolio de la escuela sobre la educación

Al hablar de ´escuela´ no me refiero a toda forma de educación organizada. Por ´escuela´ y ´escolarización´ entiendo aquí esa forma sistemática de recluir a los jóvenes desde los siete a los 25 años, y también el carácter de rite de passage que tiene la educación como la conocemos, de la cual la escuela es el templo donde se realizan las progresivas iniciaciones. Hoy nos parece normal que la escuela llene esa función, pero olvidamos que ella, como organización con su correspondiente ideología, no constituye un dogma eterno, sino un simple fenómeno histórico que aparece con el surgimiento de la nación industrial.

El sistema escolar se impone a todos los ciudadanos durante un período que abarca de 10 a 18 años de su juventud con un promedio de 10 meses al año con varias horas por día. El local escolar es el recinto encargado de la custodia de quienes sobran en la calle, el hogar o el mercado laboral. Cuando una sociedad se escolariza, acepta mentalmente el dogma escolar. Se le confiere al maestro el poder de establecer los criterios según los cuales los nuevos grupos populares deberán someterse a la escuela para que no se los considere subeducados. Tal sujeción, ejercida sobre seres humanos saludables, productivos y potencialmente independientes, es ejecutada por la institución escolar con una eficiencia sólo comparable a la de los conventos, Kibbutzim o campos de concentración.

Luego de distinguir a sus graduados con un título, la escuela los coloca en el mercado para que pregonen su valor. Una vez que la educación universal ha sido aceptada como la marca de buena calidad del ´pueblo escogido del maestro´, el grado de competencia y adaptabilidad de sus miembros pasará a medirse por la cantidad de tiempo y dinero gastados en educarlos, y no mediante la habilidad o instrucción adquiridas fuera del currículum ´acreditado´.

La idea de la alfabetización universal sirvió para declarar a la educación competencia exclusiva de la escuela. Ésta se transformó así en una vaca sagrada más intocable que la Iglesia del período colonial. Se declaró tan esencial para el buen ciudadano del siglo XIX saber leer y escribir, como ser bautizado lo había sido en el siglo XVII. Parece ser que junto a la electricidad se descubrió la ´ley natural´ de que los niños deben asistir a la escuela. Las leyes correlativas se descubren más fácilmente en los países ricos. En marzo de 1968, el Consejo Superior de Enseñanza de la ciudad de Nueva York concluyó que en 1975 el cien por ciento de los habitantes de 22 años tendrán un mínimo de 14 años de escolarización. Incluso los que han rechazado el sistema social en que viven deberán aceptar el sistema escolar. Ni la prisión salvará al neoyorquino menor de 23 años de la imposición escolar.

Se proyecta una sociedad en la que el título universitario reemplazará a la alfabetización. En Estados Unidos se considera a las personas con menos de 14 años de escolarización como miembros subdesarrollados de la sociedad, confinados a los arrabales. Quien se rebele contra la evolución del dogma escolar será tachado de loco o subversivo. Esto último lo es, efectivamente.

Es necesario entender la escuela monopolizadora de la educación en analogía con otros sistemas educativos inventados por sociedades anteriores. Pensemos en el proceso instructivo del aprendiz en el taller del gremio medieval, en la hora de la doctrina como instrumento evangelizador del período colonial, o bien pensemos en Les Grandes Écoles con las que la Francia burguesa supo legitimar técnicamente el privilegio de sus élites posrevolucionarias. Sólo observando este monopolio en una perspectiva histórica es posible hacerse la pregunta de si la escuela conviene hoy a América Latina.

Cada uno de los sistemas mencionados surgió para dar estabilidad y proteger la estructura de la sociedad que los produjo. Estados Unidos no ha sido la primera nación dispuesta a pagar un alto precio -subvencionando incluso sus propios misioneros- con tal de exportar su sistema educativo a todos los rincones de la Tierra, buscando en su caso imponer The American Dream. La colonización hispana de América, con su aparato de catequización, es un predecesor digno de tenerse en cuenta.

La escuela como manía obsesiva

Es difícil desafiar la ideología escolar en un ambiente en el que todos sus miembros tienen una mentalidad escolarizada. Es propio de las categorías que se manejan en una sociedad capitalista industrializada medir todo resultado como producto de instituciones e instrumentos especializados. Los ejércitos producen defensa, las Iglesias producen salvación eterna, Ford produce transporte… ¿por qué no concebir la educación como un producto de la escuela? Una vez aceptada esta divisa proveniente de una mentalidad cuantitativo-productiva, toda educación que pueda recibirse fuera de la escuela o ´fábrica de educación´ dará la impresión de algo espurio, ilegítimo y, ciertamente, no acreditado.

La sociedad moderna tiende a creer en las soluciones masivas de sus problemas. Se trata de ganar guerras con una inmensa cantidad de bombas, de mover millones de personas con un sinnúmero de cochecitos y de educar con cantidades industriales de escuelas. Estados Unidos es ´suficientemente´ rico para mantener listas un número de bombas mucho mayor del que se necesita para exterminar tres veces todas las cosas vivientes; para congestionar de autos el creciente pulpo de las carreteras, y para obligar a cada niño a 16.000 horas de escolarización primaría y secundaría al precio de 1.27 dólares por hora.

Probablemente las naciones de América Latina no sean lo suficientemente ricas para adoptar estos sistemas, aunque algunos de sus gobiernos actúan como si lo fuesen. El ejemplo de las naciones desarrolladas hace que los peruanos gasten un notable porcentaje de su presupuesto en comprar bombarderos Mirage (supongo que para exhibirlos en algún desfile militar) y que los brasileños promulguen el ideal del family car (naturalmente sólo para unos pocos). El mismo ejemplo consigue que absolutamente todos los gobiernos latinoamericanos (Cuba inclusive) gasten de una a dos quintas partes de su presupuesto en escolarizar, sin encontrar por eso oposición.

Insistamos por un momento en la analogía entre el sistema escolar moderno y el auto particular. Una economía basada en la idea de tener un auto es ya un ideal latinoamericano, por lo menos entre los que en el presente formulan la política nacional. En los últimos 20 años, los gastos en carreteras, estacionamientos y toda esa otra clase de beneficios para los que poseen automóvil propio, han aumentado cuantiosamente. Estas inversiones sólo sirven a una minoría ínfima y, lo que es peor aún, obstaculizan la instalación de cualquier sistema alternativo, pues predeterminan la orientación de presupuestos futuros. Mientras tanto, la proliferación de carros particulares, además de dificultar en las calles el tránsito de autobuses -único medio de transporte popular sin contar el subterráneo-, discrimina la circulación de éstos en las autopistas urbanas.

Criticar estas inversiones en comunicaciones es permisible. Sin embargo, quien proponga limitar radicalmente las inversiones escolares y encontrar medios más eficaces de educación, comete un suicidio político. Los partidos de oposición pueden permitirse gestionar la necesidad de construir supercarreteras, pueden oponerse a la adquisición de armamentos que se oxidarán entre desfile y desfile, pero, ¿quién en su sano juicio se atreve a contradecir la irrebatible ´necesidad´ de dar a todo niño la oportunidad de hacer su bachillerato?

La escuela: tabú intocable

La escuela se ha vuelto intocable por ser vital para el mantenimiento del statu quo. Sirve para mitigar el potencial subversivo que debería poseer la educación en una sociedad alienada, ya que al quedar confinada a sus aulas sólo confiere sus más altos certificados a quienes se han sometido a su iniciación y adiestramiento.

En sociedades infracapitalizadas, donde la mayoría no puede darse el lujo de una escolarización limitada -por más que para los pocos que la reciben sea gratuita-, el presente sistema implica la total subordinación de esa mayoría al escolarizado prestigio de la minoría. En esta minoría de los beneficiarios del monopolio escolar se encuentran los líderes políticos y los técnicos de planificación, independientemente de que sean conservadores, marxistas o liberales. También forman parte de ella las niñas mimadas de las universidades privadas y los cabecillas estudiantiles de las huelgas universitarias. Todos estos grupos están igualmente interesados en el mantenimiento del monopolio escolar. La única divergencia gira en torno a quién debe gozar del privilegio y quién no.

La escuela en el mundo de la electrónica

Para el año 2000 el proceso de educación formal habrá cambiado, en las naciones ricas y en las pobres. Las escuelas cesarán de dividir la vida humana en dos partes: la edad escolar para los discriminados por su inmadurez y la edad madura para los titulados por la escuela. La edad escolar durará toda la vida. A medida que un individuo se haga más maduro y capaz, se intensificará su educación formal, convirtiéndose ésta en una actividad de adultos, más que de jóvenes. Lo que se entiende hoy día por asistir a clase será entonces obsoleto.

Todos los sistemas sociales, especialmente las incorporaciones industriales y administrativas, asumirán la tarea de entrenar y especializar a sus miembros; prestarán una especie de servicio de aculturación, concentrado en un aprendizaje relevante para el individuo, en vez de forzarlo a perder tantos años de su vida aprendiendo cosas que no utilizará jamás. La educación no será ya identificada con la escolarización, y será posible el adiestramiento fuera del monopolio escolar.

Se dejan entrever las tendencias hacia esas metas. En Berkeley o en la Zona Rosa de México, la nueva generación pide trabajo no alienante y poder de decisión a nivel de grupos pequeños donde tenga cabida la experiencia personal. En rebeldía contra el sistema que los mimó, estos jóvenes prefieren poder ´celebrar´ la experiencia de vivir, al achievement o logro, el dios de las generaciones pasadas. Es decir, se encuentran proclamando los mismos ideales que pretenden ser normativos tanto en China como en Cuba.

El sistema escolar, al producir seres infantiles, consigue que éstos se organicen para reaccionar contra el paternalismo de la sociedad que insiste en mantenerlos niños declarándolos ´escolares´. Por su dinámica, constituyen una nueva clase universal -carente de toda base de poder legítimo- aún no reconocida. Los ideales de esta clase son de penetrante contenido humanista. Ideal que, por utópico, no deja de ser sugestivo.

Toda sociedad que hace de la experiencia humana su centro de desarrollo -y es ésta la sociedad que esperamos y soñamos- necesita distinguir tajantemente entre el proceso de instrucción y la apertura de la conciencia de cada individuo, entre adiestramiento y desarrollo de la imaginación creadora. La instrucción es cada vez más susceptible de planificación y programación, lo que no ocurre con la comprensión. Concibamos la instrucción como la cantidad de socialización programada que un individuo necesita adquirir antes de ser admitido en un nuevo ambiente. Preveo un escenario de futuro en el que resurgirá el aprendizaje medieval. Cada ambiente o cada organización proporcionarán la instrucción necesaria a sus actividades. Esto lo hacen ya los sindicatos, las Iglesias, los bancos, la industria, el ejército, y no la escuela. La persona se encuentra incitada a aprender porque se trata de cuestiones que le atañen personalmente. Es lo que Paulo Freire en Brasil llamó conscientização. Es la única palabra aplicable.

Sin embargo, podría y debería no ser así. La comprensión puede adquirirse de manera cómoda y no estructurada, haciendo que el individuo se vaya conociendo más a sí mismo a través del diálogo con las personas de su ambiente. El papel de la escuela en la evolución hacia la utopía de finales de este siglo es diametralmente opuesto tanto en las naciones ricas como en las naciones pobres. Las primeras invirtieron enormes cantidades de dinero en poblar sus tierras de escuelas, al mismo tiempo que construyeron redes ferroviarias. Gastaron mucho más aun cuando descubrieron que necesitaban universidades además de escuelas, las cuales construyeron al mismo tiempo que las autopistas. Piensan ser bastante ricas para terminar, en la próxima década, el proceso de poblar sus tierras de universidades construidas alrededor de un estacionamiento, ya que cada uno de sus jóvenes está por tener automóvil propio. Son tan ricas, que el aumento cuantitativo de escuelas no impide a primera vista el cambio social. Pero en mi opinión lo frena, principalmente por la despersonalización del individuo que tal escolarización implica.

De intentar algo semejante, las naciones pobres sufrirán una desastrosa quiebra económica mucho antes de aproximarse a este género de saturación escolar. En América Latina es imposible lograr un promedio de 12 años de escolarización para todos los ciudadanos. Según el último censo, no hay país latinoamericano en el que 27% de los alumnos de un curso escolar correspondiente a una edad determinada vaya más allá del sexto grado ni en el que más de 1% se gradúe en la universidad. Y esto ocurre a pesar de que de 18 a más de 30% de los presupuestos oficiales se invierten en las escuelas. Esta sola consideración debería convencernos de la peligrosa ambigüedad del mito de la escolarización universal.

La imitación del sistema escolar de la metrópoli capitalista constituye un peligro mortal para sus colonias no menos que para sus ex colonias. 1) Ni un control radical del crecimiento de la población, 2) ni el máximo aumento posible del porcentaje presupuestal dedicado a la educación, 3) ni ayudas extranjeras sin precedente, podrían asegurar a la próxima generación latinoamericana un promedio de 10 años de escolarización, mucho menos uno de 14. Esto por lo siguiente: 1) En una población joven como la de América Latina –particularmente en sus zonas tropicales-, ni los programas más radicales de control de la natalidad podrían reducir el presente nivel de población de las generaciones jóvenes; 2) No es posible aumentar arbitrariamente el porcentaje del presupuesto público que se invierte en escuelas. Las carreteras, el seguro social y el fomento industrial, son fuertes competidores. Además, para los próximos 15 años ya podemos prever las tasas máximas de crecimiento de los presupuestos; 3) se habla mucho ahora de que el dinero gastado en Vietnam podría invertirse mejor en escuelas en Latinoamérica. Y lo proponen no sólo los idealistas que creen en el mito liberal, sino también los cínicos que saben muy bien que el monopolio escolar combate la insurgencia con mucha mayor eficacia que el napalm. Es importante observar, sin embargo, que un país latinoamericano que utiliza ahora 25% de su presupuesto en ´escolarizarse´, necesitaría una ayuda extranjera de 150% de su presupuesto total. Es dudoso que esto pudiera ser políticamente recomendable.

Más aún. El problema no es sólo que América Latina carece de los recursos necesarios para aumentar suficientemente la escolarización. Al mismo tiempo su costo per cápita aumenta: 1) con la expansión cuantitativa del sistema (la tarea de la escuela se hace más difícil y costosa a medida que penetra zonas más distantes: las escuelas no son ´más baratas por docena´, para lo cual basta pensar que al aumentar el número sube también el costo administrativo y burocrático, sin aludir a las ganancias que extrae de ahí el sistema económico dominante), 2) con tasas de perseverancia escolar creciente (por supuesto que cuesta más un año en la escuela superior que dos o tres en la elemental), 3) con un aumento en la calidad de la enseñanza (no cuesta lo mismo enseñar física utilizando un laboratorio en lugar de un pizarrón), 4) con las exigencias justificadas del personal docente (las asociaciones de maestros son, en muchos países, los gremios profesionales más poderosos, un poco análogos al clero de la colonia; pero su agitación es justificada: en 1963, el promedio de su salario en 14 países de nuestra América equivalía a 60 dólares mensuales).

Serán muy pocos los que podrían gozar del estatus simbólico y del uso del poder despótico que la escuela confiere. Es necesario considerar estos dos elementos.

La escuela como símbolo de estatus

Ese portentoso papelito llamado título o diploma se ha convertido en la posesión más codiciada. Recompensa principalmente a quien fue capaz de soportar hasta el final un ritual penoso; a la vez, representa una iniciación al mundo del ´ejecutivo´. El ideal de que cada persona tenga su auto y su título ha producido una sociedad de masas tipo clase media. A medida que se van haciendo realidad, estos ideales se transforman en mecanismos que aseguran el sistema que ellos produjeron. Tanto el auto como el título son símbolos de los esfuerzos correspondientes al período de industrialización liberal. Representan un logro y posesión individual.

Toda sociedad necesita pagar un precio para conservar sus ritos. Brasil tiene su carnaval, México su Guadalupe, algunos países su ´revolución´. Estados Unidos tiene su graduación. A pesar de su popularidad, los ritos son normalmente obsoletos. La sociedad tiene que hacer sacrificios para que esos ritos, dioses e iglesias hereditarias satisfagan parte del hambre del ser contemporáneo. Los ricos pueden practicar ritos más costosos y tienden a imponerlos a quienes quieran compartir el juego político, industrial e intelectual. Es absurdo que el simple hecho de que Estados Unidos no pueda liberarse del costosísimo ritual para el título y el coche, sea argumento para universalizar esta religión en América Latina.

Como todos los países que llegan tarde a la industrialización, Latinoamérica puede aprovechar las invenciones de las naciones industrializadas, pero no debe dejar que éstas le impongan el sistema social de su tecnología avanzada porque será imposible financiarlo. Incluyo ahí a la endiosada escuela. No vale la pena que nuestras naciones provean de automóviles y de títulos a sus burguesías asimiladas a la burguesía internacional. Nuevos procesos eliminarán ambos símbolos en Estados Unidos mucho antes de que 10% de los latinoamericanos logre obtenerlos.

La escuela: creadora de déspotas

La escuela, que ayudó en el siglo pasado a superar el feudalismo, se está convirtiendo en ídolo opresor que sólo protege a los escolarizados. Ella gradúa y, consecuentemente, degrada. Por fuerza del mismo proceso, el degradado deberá volver a sometérsele. La prioridad social se otorgará entonces de acuerdo con el nivel escolar alcanzado. En toda América Latina, más dinero para escuelas significa más privilegios para unos pocos a costa de muchos. Este altivo paternalismo de la élite se formula incluso entre los objetivos políticos como igualdad (gratuidad, universalidad) en la oportunidad escolar. Cada nueva escuela establecida bajo esta ley deshonra al no escolarizado y lo hace más consciente de su ´inferioridad´. El ritmo con el cual crece la expectativa de escolarización es mucho mayor al ritmo con el cual aumentan las escuelas.

El hecho es que cada año disminuye el número de clientes satisfechos que se gradúan en un nivel que se considere ´satisfactorio´ y aumenta el de los marcados con el estigma de la deserción escolar. A estos últimos su título de desertores los gradúa para ejercer en el mercado de los marginados. La aguda pirámide educacional asigna a cada individuo su nivel de poder, prestigio y recursos, según lo considera apropiado para él. Lo convence de que esto es ni más ni menos lo que merece. La aceptación del mito escolar por los distintos niveles de la sociedad justifica ante todos los privilegios de muy pocos.

No hay diferencia entre los que justifican su poder con base en la herencia y los que lo hacen con base en un título. Las escuelas frustran, sí, a la mayoría, pero lo hacen no sólo con todas las apariencias de legitimidad democrática sino también de clemencia. A alguien que no esté satisfecho con su falta de educación se le aconseja ´que se supere´. El remedio de la escuela nocturna o la educación de adultos están siempre disponibles: medidas ambas ineficaces para generalizar la educación, pero sumamente eficaces para demostrar al individuo que es culpable de la discriminación que sufre. La perpetuación del mito escolar y su expansión hacia nuevas capas de la sociedad son tareas de la misma escuela. De este modo ella asegura su propio porvenir. En el caso de la escolarización no es verdad que ´algo es mejor que nada´. Pocos años de escuela inculcan una convicción en el niño: el que tiene más escolarización que él, tiene una indiscutida autoridad sobre él.

Las escuelas aumentan el ingreso nacional por dos razones opuestas pero igualmente explotadoras del individuo: 1) capacitan a la minoría graduada para una producción económica mayor, pero sometida siempre a la mentalidad escolar, 2) esta minoría se vuelve tan productiva que se hace preciso enseñar a la mayoría a consumir disciplinadamente (lo que se logra dándole alguna escolarización). Así la escuela limita la vitalidad de la mayoría y de la minoría, capando la imaginación y destruyendo la espontaneidad. La escuela divide a la sociedad en dos grupos: la mayoría disciplinadamente marginada por su escolarización deficiente, y la minoría de aquellos tan productivos que el aumento previsto en su ingreso anual es muchísimo mayor que el promedio anual del ingreso de esa inmensa mayoría marginada. El ingreso de ésta también aumenta, pero, por supuesto, mucho más despacio. La dinámica de la sociedad ensancha el abismo que separa a los dos grupos.

Cualquier cambio o innovación en la estructura escolar o en la educación formal, según la conocemos, presupone: 1) cambios radicales en la esfera política; 2) cambios radicales en el sistema y la organización de la producción, y 3) una transformación radical de la visión que el hombre tiene de sí como un animal que necesita escolarización. Aun cuando se proponen devastadoras reformas del sistema escolar se ignoran estos supuestos. Por eso fallan, porque se toma como base el marco social que las sostiene, en vez de gestionarlo radicalmente.

Las escuelas vocacionales -consideradas como remedio al problema de la educación en masa- proveen buen ejemplo de la limitada visión ante el problema de reformas escolares: 1) el que egresa de una escuela vocacional o técnica se encuentra ante el problema de encontrar empleo en una sociedad cada vez más automatizada en sus medios de producción; 2) el costo de operación de este tipo de escuela es varias veces más alto que el de la escuela común; 3) su matrícula se nutre de estudiantes que ya han aprobado el sexto grado, estudiantes que, como ya hemos visto, son la excepción. Pretenden educar haciendo una imitación barata de una fábrica dentro de un edificio escolar.

En vez de cifrar las esperanzas en las escuelas vocacionales o técnicas, hay que visualiza la transformación subvencionada de la fábrica. En relación con esto debe existir la posibilidad de: 1) hacer obligatorio el uso de las fábricas en sus horas no productivas como centro de adiestramiento; 2) que la gerencia emplee parte de su tiempo en la planificación y supervisión de dicho adiestramiento; 3) la reestructuración total del proceso industrial para lograr un proceso educativo. Si parte de las asignaciones presupuestarias empleadas ahora en el sistema escolar se reorientasen para promover el aprovechamiento del potencial educativo presente en el sistema industrial, los resultados podrían ser enormes en relación con los obtenidos en el presente, tanto en lo educativo como en lo económico. Además, si tal instrucción estuviese disponible para todo aquel que la desease, sin tomar en consideración la edad o si la persona ha de ser empleada por esa fábrica, la industria habría comenzado a asumir un papel muy importante que es ahora exclusivo de la escuela. Con esto ya estaríamos bien encaminados a terminar con la idea equivocada de que la persona debe estar acreditada para el empleo antes de ser empleada y, por lo tanto, que la escolarización debe preceder al trabajo productivo. No hay razón alguna para continuar con la tradición medieval de que los hombres se preparan para la vida secular cotidiana a través de la encarcelación en un recinto sagrado, llámese monasterio, sinagoga o escuela.

Otro remedio que frecuentemente se propone para compensar las fallas del sistema escolar es la educación fundamental de adultos. Paulo Freire ha demostrado en Brasil un nuevo método para lograr la instrucción de adultos; el grupo de éstos que logre interesarse en los problemas políticos de su comunidad puede aprender a leer y escribir en seis semanas de clases nocturnas. La eficacia de este programa se construye en torno a determinadas palabras clave que están cargadas de sentido político. Se entiende por qué dicho plan ha tropezado con dificultades. También se ha planteado que 10 meses separados de educación adulta cuestan tanto como un año de educación formal en la escuela; y, sin embargo, es mucho más efectiva que la mejor de las educaciones escolares.

Desafortunadamente, la educación de adultos se visualiza como un medio para proveerle al indigente un paliativo por la escolarización que le falta. Habría que cambiar la situación si queremos visualizar la educación como un ejercicio en madurez. Deberíamos considerar un cambio radical en la duración del año escolar, reduciendo la sesión de clases a dos meses por año, pero extendiendo el proceso educativo a los primeros 20 o 30 años de la vida.

Mientras que otras formas de aprendizaje práctico en fábricas y cursos programados e idiomas y matemáticas deben ocupar la mayor porción de lo que habíamos denominado como instrucción, dos meses al año de educación formal deben considerarse suficientes para permitir lo que los griegos denominaban echóle, es decir, tiempo de ocio para la creación. No sorprende que se nos haga casi imposible concebir cambios sociales de tan gran alcance, como distribuir en nuevos patrones la función educativa de las escuelas. Encontramos la misma dificultad al sugerir formas concretas por las cuales las funciones no educativas de un sistema escolar que va desapareciendo puedan redistribuirse. No sabemos qué hacer con aquellos a quienes denominamos ´niños´ o ´estudiantes´, y que hacemos ingresar a las escuelas.

Es difícil prever las consecuencias políticas que estos cambios tan fundamentales puedan traer, sin mencionar las consecuencias en el plano internacional. ¿Cómo podrá coexistir una sociedad con una tradición de escuelas corrientes, con otras que se han salido del patrón educativo tradicional y cuya industria/comercio, publicidad y participación en la política es, de hecho, diferente? Áreas que se desarrollan fuera del sistema universal convencional no tendrían el lenguaje común ni criterios de coexistencia respetuosa con los escolarizados. Dos mundos, tales como China y Estados Unidos, casi tendrían que aislarse el uno del otro. Un mundo que tiene fe en la iniciación ritual de todos sus miembros a través de una ´liturgia escolar´ tiene que combatir cualquier sistema educativo que escape a sus cánones sagrados. Intelectualmente, resulta difícil acreditar el partido de Mao como una institución educativa, que puede resultar más efectiva que las escuelas convencionales de más prestigio, por lo menos en lo que se refiere a enseñar lo que es ciudadanía. Las guerrillas en Latinoamérica son otro medio educativo que se malinterpreta y se usa indebidamente la mayor parte de las veces. El Che Guevara, por ejemplo, las veía como una última manera de enseñarle al pueblo lo ilegítimo que resulta el sistema político que padece. En países escolarizados donde la radio ha llegado a todo el pueblo, no debemos menospreciar las funciones educativas de grandes figuras disidentes y carismáticas como Dom Helder Cámara en Brasil y Camilo Torres en Colombia. Fidel Castro describió sus primeras arengas como sesiones educativas.

La mentalidad escolarizada percibe estos procesos solamente como adoctrinamiento político. No puede comprender el propósito educativo. La legitimación de la educación por las escuelas tiende a que se visualice cualquier tipo de educación fuera de ella como accidental, cuando no como delito grave. Aun así, sorprende la dificultad con que la mentalidad escolarizada puede percibir el rigor con el que las escuelas inculcan lo imprescindibles que son y, con esto, la inevitabilidad del sistema que patrocinan. Las escuelas adoctrinan al niño de manera que éste acepte el sistema político representado por sus maestros, incluso ante la insistencia de que la enseñanza es apolítica.

En última instancia, el culto a la escolarización llevará a la violencia. El establecimiento de cualquier religión lleva a eso. Al permitir que se extienda la prédica por la escolarización universal, tiene que aumentar la habilidad militar para reprimir la ´insurgencia´ en Latinoamérica. Sólo la fuerza podrá controlar en última instancia las expectativas frustradas que la propagación del mito de escolarización ha desencadenado. La permanencia del actual sistema escolar puede muy bien fomentar el fascismo latinoamericano. Sólo un fanatismo inspirado en la idolatría por un sistema puede, en último término, racionalizar la discriminación masiva que es la resultante de insistir en clasificar con grados académicos a una sociedad necesitada.

Ha llegado el momento de reconocer la gran carga que las escuelas suponen para las naciones jóvenes. Al hacerlo podremos liberarnos y contemplar el cambio de la estructura social que hace a las escuelas necesarias. Yo no apoyo una utopía como la comuna china para Latinoamérica. Pero sugiero que esforcemos nuestra imaginación para construir escenarios que permitan una denodada reestructuración de las funciones educativas en la industria y la política, cortos retiros educativos e intensa preparación de los padres sobre educación temprana. El costo de las escuelas no debe medirse solamente en términos políticos. Las escuelas, en una economía de escasez invadida por la automatización, acentúan y racionalizan la coexistencia de dos sociedades: una colonia de la otra.

Una vez que se entienda que el costo de la escolarización es superior al costo del caos, nos colocaremos al margen de un compromiso desproporcionadamente costoso. Hoy en América Latina es tan peligroso dudar del mito de la salvación social por medio de la escolarización, como hace cientos de años lo fue dudar de los derechos divinos de los reyes católicos.

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La escuela, esa vieja y gorda vaca sagrada: en América Latina abre un abismo de clases y prepara una élite y con ella el fascismo.


{Descarga: 1) Obras reunidas 3 vol. [2006]; 2) Los ríos al norte del futuro [2005]}

{Crédito a la tarea de transcripción}

El fin de la educación [Sobre ´En las escuelas´ de G. Santos]

Nota-12-Escuela-01

´La educación secundaria, en Argentina, es una mierda.´

Apenas ocho términos resumen –y entiendo que con justeza- la historia que cuentan las 153 páginas de En las escuelas. Una excursión a los colegios públicos de GBA, el breve libro de Gonzalo Santos que en 2013 editó Santiago Arcos.

El volumen me llegó hará cosa de un mes, y bajo la forma de obsequio, de manos de alguien que ya había comprado un primer ejemplar, al que también donó, azorado por una lectura en la que recayó por recomendación indirecta de Tomás Abraham que venía hablando de otra cosa, en el algún acontecimiento que ignoro, y que en el medio de lo que parece que era una mirada negativa sobre algo, dijo algo así como, ´y eso que no estamos hablando de educación; para saber un poco más sobre eso, vayan y lean lo que escribió Santos´. Y esta persona fue y leyó.

A ese volumen –que me llegó hará cosa de un mes- lo tuve sobre una mesa adormilado, y entre ayer y hoy me lo leí de dos sentadas.

“¿Crónica? ¿Memoria? ¿Testimonio?”, se pregunta la solapa. “Difícil es establecer un género para En las escuelas… Excursión e informe… narrado desde la perplejidad de un docente dotado con saberes inútiles que, como armas herrumbradas, ceden ante el resplandor de las nuevas formas culturales que esgrimen algunos jóvenes: la violencia, la arrogancia, el desdén.” Eso dice la solapa.

Quien me lo regaló, entre sus comentarios, incluía la sorpresa de que Santos le pegara a quienes nadie osa tocar en esta historia: a los pibes. Preciso y cierto, aunque vale decir, en la santa volteada caen todos (con las excepciones habituales en cada rubro): padres, docentes, directivos, burócratas, tecnócratas e ideólogos del sistema y políticos; y abarca, además, las condiciones edilicias, la alimentación ofrecida, la seguridad y la tranquilidad mental del trabajador, negadas. En fin, la sociedad civil y el Estado, enteritos.

´La educación secundaria es una mierda en Argentina.´

Nunca Santos lo dice así, pero podría. Lo único que parece salvarse del caos que la gobierna –al menos en los colegios públicos bonaerenses, aunque extensible, no veo por qué no, a otras provincias y distritos, y al mundo occidental en su conjunto, si me apuran- lo único que parece salvarse –retomo- en esa abusiva forma de la nada, es el morlaco, el salario, la platita. Pero para esa zanahoria –que tampoco es ¡guau! qué linda- primero hay que sudarla.

Al salario más o menos digno se llega precio altísimo mediante: la destrucción de la autoestima, la recaída en la paranoia, el delirio, la depresión, el pánico y el refugio en las adicciones. Exactamente así no lo dice Santos, si bien lo desliza. A esa enumeración la acomodé yo, que también veo cómo se les va la vida, y entre ellos estoy, a miles de personas incapaces ya de sentir angustia al asistir a sus espacios de trabajo –en su mayoría insalubres, sucios, degradados y degradantes, asquerosos e inhumanos.

Es preciso decirlo como lo dice la solapa (y aunque lo diga para el Conurbano, la regla es amplia): en las escuelas “…se hunden las expectativas humanistas del Estado en su rol de educador de masas ante la resistencia manifiesta de los alumnos a ser domesticados”.

Santos les pega a todos incluyéndose a sí mismo. No le interesa enseñar, no tiene vocación. Dar clases para él es un trabajo más e intenta cumplir lo mejor posible su papel, hacer lo mejor que puede aquello para lo que se formó (si formarse es la palabra adecuada). Le fue imposible. Fracasó, como casi todos, plenamente. Sin hipocresías, sin atajos místicos sobre un clamor superior que llama al apostolado. Dar clases es un trabajo remunerado más, reconoce Santos, y no tendría por qué ser un infierno, aclaro.

Santos escribe la crónica sin moralinas. Escribe, en un plan amplio, porque se está inventando como escritor y, en lo concreto, porque quiere ganar con el libro un dinero extra para hacer un viajecito al exterior (no especifica si con su novia o sin ella). Es un escritor novel e incluye, de contrabando, uno de sus antiguos cuentos. Santos –gran lector de filosofía, según confiesa- escribe cuentos de ciencia ficción y en ese tren de imaginación en su testimonio habla del Ministerio Orwelliano de Educación, de los corderos pitagóricos que lo habitan que, en verdad, son los Simuladores Mayores que elaboran pomposas y orwellianas estadísticas –porque, deberían ustedes saber, el número, el guarismo, la cifra es el fin último de toda esta Gran Mentira, una magnífica simulación estatal urdida.

La ciencia ficción es la medida. Intuyo que no hay manera más clara y evidente de presentar esos espacios post-apocalípticos que a través de la distopía: mientras uno camina por sus pasillos siente que está entre el día después del bombardeo de las naves enemigas y el instante anterior a que la sirena antiaérea llame a la retirada masiva hacia los refugios.

Quiero que entiendan. Santos está hablando de la educación pública a la que usted manda su hijo, hija, a la que va su familia o cualquier otro vástago caminador engendrado. Y a los edificios que componen ese sistema -en los que usted encierra sus crías mientras trabaja como un enfermo para enriquecer a quien lo domina (este comentario corre por cuenta mía)- a esos edificios atroces Santos los denomina ´escuela-cárcel-club´, espacios del simulacro, de la payasada y de la pantomima.

Santos habla casi siempre de ´la educación pública´ pero también maneja, cómo no, información de ´la privada´. En ´la privada´ trabaja su novia –a quien conoció en un instituto de profesorado tan inútil como los trabajadores semi-profesionales que escupe- y esa novia le contaba que “…su directora no solo trataba mal a los docentes y los despedía si adherían a un paro o si quedaban embarazadas, sino que incluso a veces los mandaba a limpiar los baños”. [En las escuelas, # 52]

“Juro por mi vida que es cierto”, se lamenta Santos, después de contar esa verosímil bizarreada. Juro por mi vida que te creo, Santos, y doy fe de tu asco. O sea, en el peor de los casos somos dos, pero ojo, somos dos que también sospechan que, tal como están las cosas, de ese caos no hay salida, ni nada. Además -y no quiero deprimirte sino todo lo contrario porque significa que para tu posicionamiento de escritor las cosas van bien- te gustará saber, Santos, que tu libro, el mismo del que estoy hablando y al que se propone como crónica, informe, memoria, ese libro tuyo fue orwellianamente encontrado -por aquel que me lo obsequió- en un escaparate librero catalogado como ´ficción´. Así las cosas, por más que jures y patalees y que yo refrende (que es bien poco, por cierto), te van a comprar, pero no te van a creer nada.

´Es una mierda la educación secundaria en Argentina.´

Dejo a Santos por un momento y aporto tres granitos de mi cosecha.

Poco menos de un año atrás, un inspector del sistema de educación bonaerense (retirado y jubilado y que para no aburrirse estudiaba ´locución´ en el mismo Terciario en el que mi simulacro hacía sus didácticos esfuerzos) al detectar mi interés por el tema educativo, en el pasillo post-clase me propinó su opinión: ´al Sistema hay que pararlo, demolerlo, repensarlo y ¡desde cero!´.

Poco menos de una semana atrás, hablo ahora desde este presente, la bibliotecaria de una escuela pública bonaerense me confió –serena pero en el fondo desesperada- que quería sacar a su hijo de 9 años de la escuela a la que lo enviaba porque estaba harta de las arbitrariedades de los directivos, de la presión absurda de determinados padres sobre temas internos, harta -en definitiva- de ver cómo los espacios educativos financiados por recursos públicos responden a caprichos individuales -como mucho grupales- en base al amiguismo, al tráfico (berreta) de influencias y a otras atrocidades civiles, en las que por lo general se impone la pseudo-omnipotencia de esos bichos tan feos que son los humanos con un poco de dinero. (La bibliotecaria hablaba también de la necesidad de volver el sistema a cero.)

Después de mucho meditarlo –el tercer granito es una reflexión- hice carne en mí la feliz idea de que los estudiantes de los colegios públicos no consideran ´enemigos´ a sus profesores. Ni siquiera registran la profundidad del daño que muchos de ellos causan. Esos adolescentes, según entiendo, muestran como dice la solapa del libro, resistencia manifiesta a ser domesticados, y los entiendo. Por eso en mis clases los desaliento a que continúen yendo a la escuela. Las escuelas, hoy día, no están pensadas para educar. La inclusión y la contención –ideas ciento por ciento defendibles y valorables- precisan de otros espacios.

Las escuelas son cuevas –más o menos elegantes, más o menos lustrosas, más o menos hediondas- en las que se advierte el efecto destructor de una bomba de larga data activada. En Argentina la educación secundaria es una mierda porque sorbieron la yema y dejaron la cáscara, y en mi cortedad de entendederas, es un proyecto de las élites que trasciende a los gobiernos y que no detiene su marcha.

Le dejo la palabra final al autor (y los invito, lectores, a que compren el breve libro así por lo menos a fin de año, con las regalías, Santos se manda un ´viajecito al exterior´; y te aclaro, autor, que aquel que me lo obsequió, con su doble compra, te financió mínimo el taxi al aeropuerto, y espero que sepas agradecer y que no quedes como un mal educado). Son palabras de Santos: “Me hubiera gustado terminar con un mensaje un poco más optimista; pero a todos los futuros posibles los vislumbro preñados de más simulacro, más farsa, más violencia y más sonambulismo tecnológico. El libro, de un momento a otro, habrá desaparecido; y la escuela no tardará demasiado en hacerlo: como sucede con las palabras… comenzará a cambiar de significado –el proceso ya está en marcha- hasta que en un momento se habrá transformado tanto, que ya no será ´escuela´, sino otra cosa; aunque se la siga llamando por algún tiempo más con ese nombre.” [En las escuelas, # 58]

Cuál es el fin del actual sistema público de educación, es algo que deberíamos plantearnos y discutir. De otra manera seguiremos escribiendo ad infinitum crónicas peor o mejor escritas que intenten representar esa selva –porque digamos la verdad, las escuelas (excepto para la mirada acostumbrada de sus involucrados) a los ojos de la sociedad es una disaster area a la que nadie quiere acercarse y de la que todos queremos escapar más temprano que tarde.////

 Tandil – 10 y 11 de marzo de 2015

Aclaración: En un tema de tanta complejidad, parece necesario ofrecer un mínimo de información sobre quien opina