Odio lúcido. Diario de un nóia

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´Estou apenas, e não sou guiado por nada.´ –  Edson di Carvalho. Nossos mortos [2013]

-18 al 19 de julio de 2013 [9pm – 4am]-
Conocí a João, un domingo. Esa noche estaba además Henrique, joven, morrudo y con su peculiar modo de hacer amigos vendiendo erva, maconha o lo que pidieras.
Días después, a media tarde, a la entrada de la cámara de los vereadores, los ediles, me reencuentro con João. Habló largo -dinero, policía, corrupción. Hablaba y señalaba arriba, reconcentrado.
Jueves 18. Fui por fin a su casa. La milagrosa hospitalidad de un crackeiro.
Me cuenta la historia de la mujer con la que tuvo un hijo. Se siente abandonado. Me cuenta también que fue despedido hace tiempo de un trabajo, por negro. El prejuicio hacia él. De pronto estamos discutiendo sobre los jornalistas asesinados en Brasil. Mezclamos a cada rato. El prejuicio hacia mí y la cobranza por mi incapacidad. Me pierdo, pero no por la maconha, como insiste, sino porque me quedo pensando en qué dice y si tiene coherencia. Entiendo igualmente gran parte, le digo.
Me llama ´Espectro´, alguien que solo vive como reflejo. Ríe sostenido, y repite, ´espectro´. Él es el Anónimo. Su apodo podría también ser el nombre de pila legal que creo conocer por error y sobre el que nunca indagué. João, el Anónimo.
Los moradores de rúa. La vida en la calle. Los centros de día –o de acolhida- para comer y bañarse, o la inmensidad del espacio a la noche cuando deambulan ciegos, el albergue municipal, o las rondas de busca y rebusca por la avenida Andaló.
João odia al sistema de salud que sólo le da dinero y estatus al médico –dice- cualquiera sea su función, mientras los moradores ficam na sua, repite, aunque ya no se enoja.
Vivir de pie, entre la violencia. Odio lúcido. El crackeiro ve la estratificación que premia: dinero, carro, bunda gostosa. Apartheid es esta sociedad brasileña. Su cúspide, dice João, es nada. Por eso hay tantos depresivos arriba que deprimen a los de abajo.
Número de crackeiros en Rio Preto. Muchos. Y de moradores de rúa. Unos mil.
Molequinho crackeiro, pibito viciado. De su boca sabe João de por lo menos tres robos a mujeres: uma namorada novinha y otras dos mayores que lo convidan con crack para cebarlo y a las que después les cae a robar. Unos dieciséis años, el moleque y de familia de policía. Sus tíos, ricos. En la casa de la novia era la atracción. Le hacían sacar la camisa para mostrar el tanquinho, dice João, el pecho a las damas que rodeaban una piscina. Y a la chica le afanaba guita cuando estaba durmiendo, post-coito, remata con el mismo pudor que lo lleva a esconderse para encender la piedra.
Muchas veces a oscuras, él fuma, yo fumo, afuera el centro de Rio Preto.
Al pendejo crackeiro que paseaban en cuero por la casa para que los invitados e invitadas lo vieran y se babearan, se culeaba a la pendeja, su novia, y se la montaba a la madre también, y a las dos les robaba. Le pregunto si no se clavaba al padre que escucharía mal que mal y de rebote las biabas.
No le gusta nada mi pregunta. Se ofende. Hay una tercera cuestión. Me la reservo. Algunos crackeiros ven en esa acción que queda a medio decir una venganza. Otros buscan para dársela por aprovechador y por provocar mala fama. La venganza, la delación, la agresión son más bien chicanas para hundir a algún equis. Es una historia de la que me gustaría saber más, pero hay prioridades.
Primera salida. Regla fundamental. No somos responsables de lo que hace el otro, aunque sea una mierda.
Avenida Bady Bassit. Noche. Caemos a uno de los buracos para dormir donde está un amigo de João con una facada (que no vi) en la cabeza. Sí vi una sigla –SF- que el corte de pelo dibujaba al costado. Según ese amigo significa ´security force´. Insiste con la sigla y con la de los EE.UU. Con su conversa ronca, el nóia de la sigla en la cabeza, al que más adelante conoceré como el Frankie, habla de matar.
Me dice el ´Cara Pálida´. El Anónimo asiente. Está convencido de que necesito ser adiestrado, saber mirar en los recovecos que forman la calle y la noche, apenas interrumpida por el naranja enfermo de los faroles. Otros moradores, en un futuro, me hablarán del ascetismo y del conocimiento de sí que es vivir en la calle.
La primera salida nocturna deja a João cansado y agresivo. Al día siguiente me dirá que la familia le enseñó a ser educado. No podía decirme que me fuera.
En la vuelta de todas formas me cuenta su antiguo deseo de estudiar policía, casi un secreto. Aplicó para la PM [Polícia Militar] y falló en un test psicológico. Antes me había dicho que a los 18 había estudiado inglés y otros idiomas. Pensaba formarse para salir de la nóia. Es un fracaso, así lo dice, que le duele.
Paranoia y enigma. Me dice João que si lo pienso bien, así como los EE.UU. infiltran guerrillas, al ser yo puesto acá en Brasil meses antes de que comiencen las revueltas en las que nos conocimos… ´Ou você acredita no acaso?´ Diversos caminos vacíos para un lugar común. Soledad, descrédito, falta de conexiones o conexiones equivocadas.
Me pregunta cómo llegué a Brasil. Le digo ´oea´. Sonríe por lo bajo interminables segundos. Después es carcajada y silencio. La sala vacía, la ventana a la calle por la que entra la única luz de la casa en ese momento y también el fresco.
Muchas veces me lo aclaró. No me da ninguna historia. Habla. Retengo. Pongo lo mío.

-19 al 20 de julio de 2013 [2pm – 1am]-
Me ligó a las 11am. Hablamos a las 2.30pm. Ahora parece que me va a ayudar a escribir y que me va a sugerir ideas. A la noche no porque está la señora de al lado a la que le molesta el ruido. El asunto era nomás que quería consumir.
Es de las pocas veces que lo veo con crack. Al llegar me dijo que esperara, que estaba en el baño. Fumó a escondidas en la pieza. Más tarde preparó un poco mientras yo comía lasaña que había llevado. Estaba loco y tranquilo.
Pusimos una lamparita en la sala principal sin luz. A la casa se entra por ahí. Hay tres sofás desvencijados todos ocupados con revistas apiladas -para disfrazar.
João fuma por la mágua, por estar maguado. Cuando se siente solo y rechazado, piensa ´vai se fuder, vou fumar todo´. Ayer me contó más del hijo al que no ve.
João nació en Sampa y vivió hasta 2008 o 2009 antes de mudarse a Rio Preto. En 1996 o 1997 comenzó con el crack, previo paso por la cocaína. En aquella época, compraba en una boca conocida por la pureza como ´cem por cento´ (digamos, la bolsita de polvo puro a R$ 10).
Una mujer en Sampa y otra menina local a la que conoció a unas cuadras, por la rúa Marino. Crackeira que lo usó, según él, para consumir sin pagar. Después se fue con los nóias de la plaza de al lado de la biblioteca –lo que ahora es a praça de graça-, la antigua cracolandia de Rio Preto.
Hoy recién vi en la heladera un papelito con fecha del 19 de septiembre de 2012. Tiene dos frases, una escrita por él, otra por la menina gostosa. Frase do João: ´Não é saudável ajustar-se a uma sociedade que está doente.´ Frase da menina: ´As pessoas gostam de você proporcionalmente ao que parecem…´ (Em esta frase -me diz- falha a concordância).
Segunda salida nocturna y de ronda.
Le presté um diezão para la dosis. Bajamos por una calle perpendicular a la del centro y llegamos a la avenida Andaló. En la esquina esa no había piedra. Subimos hasta el puente que cruza y que une Independencia con la avenida Potirendaba. Le conté que conocía ese posto de gasolina. Pasé por ahí, semanas atrás, arriba de la catraca São Francisco.
La ciudad está vacía, sórdida.
La plaza a la que estamos yendo a comprar queda tres o cuatro cuadras para adentro de la Potirendaba. La referencia, en una zona siempre en penumbras, es la escuela. El recorrido total es de cincuenta cuadras. Caminamos. Dentro del barrio nos mantenemos yirando. Los dealers corren de un lado al otro. Mi presencia los hace desconfiar. No ser del barrio es un problema. Ser gringo es un problema inaudito.
Aparece un señor de unos cincuenta años que se queja. Cómo puede ser –creí entender Cecilio de nombre- trabajar toda la semana para llegar al viernes y tener que andar corriendo moleques -pendejos- que se escapan y que no quieren dar el bagulho, a pedra. Ciertamente son esquivos. Cecilio es albañil, pedreiro, trabaja con lajas y, según dice, lo hace para un empresario rico y dentro de un condominio importante.
Los punteros tienen un intrincado sistema de control. Algunos rajan mientras los vigías pasan la información, cuadra a cuadra, vía celular de los movimientos de los visitantes. (Las chicas que venden dosis son magníficas a la vista.) João se enoja y me reta porque hablo muy alto. Siempre cree que hablo alto y que doy información. Puede que tenga razón.
Si me mando la cagada, él no me defiende, ni se arriesga. Lo sabemos. Pero si la cosa se pone pesada porque sí, ahí se ve. La segunda salida fueron dos horas de caminata. Abandonamos una zona de calles con nombres portugueses -Lisboa, Estoril- con canchas y con casitas ordenadas que conviven con la droga fuerte. Por la zona vi también una creche –un jardín. A la ocupación de la cámara de vereadores fue varias veces una trabajadora social; tal vez trabaje ahí. No es tan lejos del centro.
Volvimos más rápido. João dice cosas que quería decirme ayer, me habla de la encuesta artesanal que hizo sobre la ocupación de la cámara. Muchos estaban en contra. La idea de representación que tiene el brasilero es no de igual a igual sino de idealización, dice. No explica más aunque muchas veces no hace falta. ´Se es ser humano hasta ser político´, había dicho João en los días de la ocupación. João como DaMatta ve que el punto, en esta sociedad, es poner el pie sobre el otro: ¿sabe usted con quién está hablando?
La idea de subordinación lo vuelve loco. Es la misma que usa al agredirme, al tratarme de estúpido y de sin memoria. En algún momento sabré que quería ponerme de testigo inventado en un juicio que el propio João le seguía a un supermercado por echarle encima los guardias de seguridad bajo sospecha de ser él un carterista.
El crack es peripatético. Da mucha energía, se anda y se anda. Produce infinitos pensamientos, y paranoia, según me cuenta y lo advierto. Al final, en la vuelta, João se asustó de una barca de poli y se adelantó. En la puerta de su casa nos separamos. Estaba apurado por entrar a fumar. La piedra le dura poco. Lento es el ritual que, hoy vi, tiene muchos pasos. Después sale a caminar solo por horas.
A nóia.
Um nóia.
Nego maluco.

-20 de julio de 2013 [4pm – 6pm]-
Como anoche le había prestado dez contas pra o rolé, a eso de las 4pm me convidó a comer. Le había prometido ir a la feria de verduras para ver cómo trabajaba. Engripado, me levanté tarde. Por la fumata, él también. Cuando llegó a su puesto, estaba ocupado por otro. Pasó por algunos restaurantes, consiguió marmitex y me invitó. En alguna caminata, algo vio. Remarcó que tal vez la policía estuviera persiguiéndolo. Con el paso de los días se ha mostrado más paranoico. Quiere contarme menos. Fui claro desde el comienzo. Le dije que no quería decepcionarlo.
Intenté por dos veces que me dijera cómo sucedió, en la ocupación, lo del menininho crackeiro, entre el viernes y el sábado pasados. Ya me había dicho alguna cosa sobre la actuación de Marilia que no lo había cuidado bien al pibito, etc. Pero no conozco la historia base y él -me dice enojado- se cansa de repetir. El problema no es repetir sino completar historias que empieza y que deja.
João me cuenta su idea de ir a ver a un vereador para pasarle info. Dije que no. Luego me dirá que reflexionó sobre eso. Estaba mal.
En una tevé pequeña colgada de un rincón miramos un partido de un descendido Palmeiras, equipo al que seguía cuando vivía en São Paulo. Me explica (ese es su tono) que no hay que idealizar a los moradores de rúa. Todos en la escala social son bandidos: cada cual busca aprovecharse del otro y cagarlo. Por eso, aunque en el fondo la acción contra el menino de la ocupación haya sido ruim, el error era querer protegerlo.
Entre los moradores de rúa hay asesinos, violentos, locos, crackeiros, personas que eligen esa vida y todos quieren sobrevivir. En medio de esa explicación, vuelve a la historia de cuando lo echaron de la fábrica -o empresa- en la que trabajaba. Ahí perdió todo. Lo rajaron por negro. Esa es su mayor mágua. Está revoltado frente a la injusticia.
La nóia.
Quiere volver a ocupar un lugar social: trabajador con dinero y familia. Le digo que me parece que la sociedad brasilera funciona así y que, en todo caso, podría desear otra cosa. Pero no me escucha cuando le hablo de contradicciones.
Es Testigo de Jehová -a primera vista no parece un dedicado practicante. Iba a una iglesia del barrio. Dejó de ir. Lo habrán discriminado por fumón.
Maconha / crack. A la primera la odia y, además, la relaciona conmigo. Dice que me olvido por usarla. Defiende al crack. Da más lucidez.
Le pedí que me acompañara al barrio Santo Antonio, buraco de los buracos en Rio Preto, pero ahí no tiene entrada. Está peleado con algún foda y lo creen de la policía. Uno prometió matarlo. Me dijo que fuera con el gordito de la toma -Henrique.
Esa misma tarde del partido de Palmeiras, hablamos del rap de los ochenta en Sampa. El inicio en las catacumbas paulistas de lo que hoy virou chic. Me contó también de su adicción a navegar y a hacer amigos virtuales. Por una hora rondamos la computadora.
Antes de despedirnos, me dijo que más tarde, cerca del albergue –Bady Bassit e Independencia- podía ver los cachorros quentes, las saladas de fruta y los refrescos, todo eso que les dan a los pobres moradores rejuntados, a la espera.
Fui y me quedé en la esquina del Banco do Brasil.
Los del dormidero cercano al banco, los del otro dormidero cerca de Vila Dioniso (un bar), más los del albergue, cuento unos 20 moradores de rúa. Como mucho, Rio Preto debe tener unos 100, pero está el mito de los miles.
Los negocios cierran a las 6pm. Antes de las 8pm, sus techos o sus aleritos de ingreso, se pueblan de futuros durmientes. Muchos dejan los trapos disimulados entre los arbustos. Otros nunca duermen y hacen base y deambulan.
Estoy en una pilastra del banco. La espera termina. Llegan tres autos de alta gama. Los baúles largan viandas (comida, bebida, postre). Suelen también repartir ropas. Blancos de clase acomodada que pertenecen a iglesias evangélicas. Esa dádiva es su militancia.
João me había tirado el dato de la repartija para ver qué hago.
Volví a encontrarme al Frankie y esta vez me apodó Renato Ruso.
Al acercarme al grupo que recibía los lanches, esas limosnas, me ofrecieron uno. Dije no. La invitación era ya alimento. Estaba satisfecho.

-03 de agosto de 2013 [6am – 9pm]-
Este sábado nos vimos. Pasé por la casa a visitarlo y salimos a dar una vuelta. Desde la última entrada que registré en el diario, hubo encuentros más breves.
Un viernes -después del fin de la ocupación y de una semana complicado por la garganta- fui a la casa. Hacía frío. Lo acompañé hasta una iglesia pasando la Andaló, cerca de la plaza de la Higuera donde suele parar el Hippie y donde escuché de boca de Zé la historia de la expulsión de los negros de un barrio décadas atrás, hoy residencial, el Boa Vista.
João quería mostrarme otras maneras de cómo la clase alta alienta a la caridad. En la ida y la vuelta de la iglesia –salón de recepción, mesas con manteles, platos finos y hasta banderines de cumpleaños para los veinte o treinta necesarios famélicos- el Anónimo repasó mis acciones en las salidas previas, mi falta de experiencia, mi poca viveza.
Me fui rápido. Dejamos por la mitad la charla sobre Rio Preto. El Anónimo cree que algo del pasado caipira y de las fazendas que hay desparramadas por toda la zona llevaron a una relación rústica entre las personas. Si sumamos a esto el dinero, es explosivo. Lo compara con la apertura de las personas de Sampa, a la que extraña.
Eso fue un viernes.
El sábado 03 deambulamos y llegamos al centro, a la zona de la iglesia principal, la catedral. Atardece. En un buteco, barcito de la esquina está el Hippie escuchando Marley en una rockola, borracho de cerveza y pinga, y fumado. Baila.
Cruzamos de ahí a la plaza.
Aparece la gente de la rúa, todos se conocen entre sí. Éramos el Hippie, el Anónimo, el Frankie, el chico de bermudas azules y otros dos. Mala onda. Unos colombianos andaban merodeando –no entendí si en la calle o en la plaza. Agitados por el asunto ´gringo´ pasaron a hablar de Argentina, de cómo es, de cómo se habla, según había desparramado el Hippie que había vivido en Uruguay, casado con una local, y viajado por Argentina.
Esto, por momentos.
El Frankie -el que tenía ´SF´ dibujado en la cabeza- contaba que le habían pegado y que quería comprar un arma para matar. Lo decía así: quiero matar, como se desea un caramelo. Parece inofensivo. Habló del accidente en una moto –mostró la cicatriz en la pierna- y de cómo pasó sus días en el hospital cumpliendo años. Mezclaba. Insistía con que le habían dicho nazi porque estaba rapado a los costados. La vestimenta es importante. Según el Frankie, se viste mejor ahora, que está en la calle, que antes. Al de bermudas azules lo llaman ´mendigo-boy´, es decir, ´mendigo playboy´, usa las mejores ropas posibles y le gusta hacerlo.
Hablaron del Comando Vermelho y de otra organización criminosa. Son el verdadero Estado, las únicas organizaciones que hacen sentido y a las que deberían responder. El código de Comando Vermelho son la ´c´ y la ´v´ formadas con los dedos índice y pulgar de una mano, índice y medio de la otra. Es un tema que pone serios a todos.
Salimos de la plaza ya de noche. El Hippie –escabio y pesado- me pidió una mochila porque no tenía dónde poner las artesanías que vendía. Bajamos desde la plaza hasta la avenida Bady Bassit e Independencia. Como era sábado había mucha gente –llegué a contar más de 25. Nos quedamos dos horas hablando.
Ahora, desde adentro. Estoy sentado, y miro la caravana de autos y de motos de alta cilindrada custodiada por la policía que pasea. Bocinazos. Aceleradas. Faquius a los moradores. Tema de ronda. El desprecio les duele más que la falta de hogar.
Pararon luego algunos autos con pocas cosas. Bajó un señor gordo que parecía de una iglesia, aunque no sé. El Anónimo habló del dinero que se pone tres veces, en los impuestos, en el pago a los trabajadores (médicos, asistentes), en la dádiva.
Universal justificación del presupuesto: el personal estatal aburrido se violenta contra los moradores de rúa porque sí.
Anónimo remarca siempre dónde comienza la violencia, quién la genera, cómo se la ve desde el otro lado, que es su lado. Una cosa es hablar desde la cámara de vereadores, otra es estar a la intemperie. Durante la janta de ese sábado, en una camioneta negra, pasa uno de los operadores que semanas atrás estuvo en la ocupación -donde conocí al Anónimo. Espías, vigilantes, informantes. En Rio Preto casi nada permanece fuera de control.
Días más tarde, escribo rápido, hoy es 07, le llevé al Hippie, a la plaza de la Higuera, una mochila. Una forma de pago por lo que implica hablar con él. Me cuenta historias y no soy sincero si no aporto. No le importa que yo tome nota. Me promete que me va a devolver la guita de la mochila con artesanías. Hablamos del albergue. Reconoció la mala vibra del lugar y la policía municipal que hincha las pelotas. Por una cosa, por otra, el Hippie anda high cada día. Fui cerca de las 6pm y se iba para la Bady Bassit a comer.
A las cobras hay que matarlas desde pequeñas, no dejarlas crecer –eso repetía João. Era su lema. El Frankie firmaría. El Hippie sonriente diría también que sí y pediría otro trago de erva, de maconha, de pinga, de cachaça, de cerveza o de crack, qué importa.
Sólo importa la nóia.
La nóia es la lucidez que odia.

Rio Preto, 18 julio al 07 de agosto de 2013//

Publicado originalmente en Revista Colofón

*Dibujo: Lucas Iranzi

Giorgio Agamben. “Introduzione” a Gender [1982] de Ivan Illich

Giorgio Agamben

PISTAS SOBRE LA PERTINENCIA DE LEER A IVAN ILLICH HOY

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1. Tal vez sólo hoy la obra de Ivan Illich esté conociendo aquello que Walter Benjamin llamaba «la hora de la legibilidad». Si, por un lado, su primera recepción en la década de 1970, centrada sobre todo en Deschooling Society (1971) y Medical Nemesis (1976), le había asegurado difusión y éxito, había, por el otro, marcado su malentendido.

El debate en el número de la revista L’Arc entre Gilles Martinet y Jean-Marie Domenach (1975) resulta instructivo desde este punto de vista: Illich aparece aquí, o bien como un cristiano que critica la ciencia en nombre de ideales comunitarios retrógrados o, por el contrario, como «el primer investigador social de nuestro tiempo, como Marx lo fue para el suyo». En cualquier caso, el pensamiento de este «iconoclasta acreditado», como lo definía en aquellos años un diario reconocido, se encuadraba sin dificultad en la crítica de las instituciones que había marcado la larga oleada del 68.

Es tiempo de leer a Illich desde una perspectiva diferente. Si la filosofía implica necesariamente una interrogación de la humanidad y la no-humanidad, entonces su investigación, que se ocupa de la fortuna del género humano en un momento decisivo de su historia, es genuinamente filosófica, como filosófico es su método, la arqueología, que él desarrolló de forma autónoma con respecto a Foucault. En este sentido, evocando al ángel de la historia de Benjamin, que se dirige hacia el presente teniendo los ojos fijos en el pasado, él se compara más bien a un cangrejo, que se dirige hacia el pasado fijando la mirada en el presente.

2. Se puede decir que no hay un ámbito en el conocimiento de nuestro presente que la mirada de cangrejo de Illich no haya renovado en profundidad. Sin embargo, se trata en todos los casos de un análisis global, que embiste el mismo sistema a través del cual los hombres han buscado en todos los tiempos asegurar su subsistencia. Según Illich, este sistema combinaba dos modos diferentes de producción: uno autónomo, que producía valores de uso destinados a la esfera doméstica o -como Illich la prefiere llamar- vernacular y no al mercado, y uno heterónomo, destinado a la producción de mercancías para el mercado. Si la expansión del sistema heterónomo (ciertamente mayoritario en términos de cantidad) supera un cierto umbral, más allá del cual la producción autónoma se desvanece y deja su lugar a aquello que Illich llama trabajo-sombra (el trabajo no retribuido del consumidor para volver utilizable la mercancía adquirida en el mercado), se constata entonces una «contraproductividad paradójica», en virtud de la cual la producción heterónoma causa un efecto opuesto al que se proponía alcanzar. Se podría llamar «teorema del caracol» el ejemplo con el cual Illich ilustra icásticamente esta contraproductividad: el caracol, después de haber sumado un cierto número de espiras a su concha, interrumpe su actividad; si continuara, una sola espira más aumentaría 16 veces el peso y el volumen a transportar.

Es este teorema el que Illich demuestra en sus análisis justamente célebres de la escuela que, sin reducir las discriminaciones sociales, vuelve a los individuos incapaces de aprender por sí solos; de la medicina que, expandiéndose más allá de un cierto límite, acaba produciendo enfermedades iatrogénicas y, a la vez, expropia a los humanos de la capacidad de soportar su dolor y mitigar el de los otros; de los transportes veloces y costosos que, en vez de ahorrarle tiempo a quien se sirve de ellos, exigen en realidad en términos globales un mayor número de horas y, por lo tanto, una menor velocidad con respecto a la bicicleta.

A comienzos de la década de 1970, la indagación de un grupo de sociólogos verificó la hipótesis de Illich, demostrando que, en términos de «tiempo generalizado» (que comprende por consiguiente también las horas de trabajo necesarias para la adquisición y el mantenimiento del automóvil), el automovilista francés promedio recorre 15.500 kilómetros al año, pero consagra a su automóvil 1550 horas al año, lo cual significa que emplea una hora para recorrer 10 kilómetros, contra los 13 de la bicicleta. Sin embargo, puesto que la política de los transportes se proponía objetivos de productividad económica y los intereses de los individuos, desde ese momento la construcción de autopistas y de vehículos se intensificó.

Si los análisis de Illich han sido ampliamente discutidos, no menos importantes son aquellos que ha dedicado a las así llamadas «profesiones inhabilitantes», que monopolizan una cierta actividad expropiando a los hombres que hasta entonces la habían practicado (podemos agregar al catálogo illichiano la categoría de los arquitectos, que, desde el momento de su aparición en el siglo XIX, han expropiado a los hombres la capacidad de construir de la que habían dado muestra por milenios); la crítica de las nociones de escasez y de necesidad, que definen la economía de la era industrial y el Homo œconomicus constitutivamente necesario que le corresponde, a la vez cliente ideal del mercado capitalista y súbdito perfecto de la asistencia estatal; la crítica del fetiche vida y de la bioética, solidaria suya; la genealogía de los servicios de la secularización del pastorado eclesial; y, no por último, la reconstrucción estupenda de la transformación que sufren el libro y la lectura desde el siglo XII hasta hoy (In the Vineyard of the Text, 1993).

En todas estas investigaciones, está en cuestión una amenaza que concierne a la humanidad del hombre -a condición de precisar, sin embargo, que por «humanidad» no se entiende aquí una naturaleza biológica o culturalmente presupuesta, sino las prácticas inmemoriales a través de las cuales los hombres se vuelven la vida posible, es decir, aquella dimensión que Illich ha llamado «convivialidad». Problema filosófico por excelencia, si la filosofía es en primer lugar la memoria de la antropogénesis, es decir, del devenir humano del viviente hombre.

3. No es posible comprender una época histórica ni un pensamiento si no se conoce la experiencia del tiempo que constituye su condición. Precisamente la lucidez con la que Illich sitúa su pensamiento con respecto a esta experiencia define la pertinencia, a menudo irrefutable, de sus análisis. Es conocida la tesis de Schmitt según la cual todos los conceptos políticos son conceptos teológicos secularizados. Esta tesis tiene que ser precisada en el sentido de que esos conceptos secularizados son hoy esencialmente conceptos escatológicos. Si el pensamiento contemporáneo ha buscado eludir un arreglo de cuentas con su propia situación histórica, recurriendo a conceptos evidentemente inadecuados como fin de la historia, poshistoria, posmodernidad, esto es porque se funda realmente en una secularización de la escatología cristiana. Por esto Illich, con un gesto que recuerda a la proyección benjaminiana del mesianismo en la historia profana, puede tomar la palabra de su tiempo y mirar en él desde una perspectiva declaradamente apocalíptica. «Atribuirme la idea de que nuestra época sea una época poscristiana —declaró en las extenuantes conversaciones con David Cayley— sería completamente equivocado. Por el contrario, creo que nuestra época es, paradójicamente, la época más explícitamente cristiana, la cual podría estar muy cercana al fin del mundo».

4. El concepto tal vez central de la escatología secularizada de la modernidad es el de crisis. No sólo en la economía y en la política, sino en todo ámbito de la vida social, la crisis coincide hoy con el estado normal. De los tres campos semánticos que confluyen en la historia de este término (el jurídico-político de «juicio» en un proceso o en una asamblea, el médico de momento decisivo en una enfermedad, y el teológico de juicio final) sólo los dos últimos han contribuido a definir su significado en la modernidad.

Sin embargo, ambos significados sufren una transformación que concierne a su indicio temporal. Krisis significaba en la medicina antigua el juicio con el que el médico reconoce si el enfermo sobrevivirá o morirá, mejorará o empeorará. Este juicio coincide con un momento preciso en el desarrollo de la enfermedad, que Galeno llama «días decisivos (krisimoi, dies decretorii)». En el concepto moderno de crisis, en el que ésta se vuelve una condición permanente, la conexión con un instante de la decisión comienza a faltar. La crisis es separada de su «día decisivo» y prolongada indefinidamente en el tiempo.

Lo mismo le sucede al juicio final de la tradición teológica: el juicio era inseparable del fin de la cosa juzgada. Como escribe Tomás, «el juicio concierne al término, a través del cual las cosas son conducidas a su fin» (S. th. Suppl. q. 88, art. 1). «No se puede dar el juicio a una cosa mutable antes de su consumición […] por eso es necesario que el juicio final advenga en el último día, el único en el que se puede decidir completa y manifiestamente aquello que concierne a cada hombre» (ibid.,, III, q. 59, art. 5). En la secularización moderna de la «crisis», el juicio resulta en cambio separado de su conexión esencial con el fin y es hecho coincidir con el decurso cronológico, de tal modo que la cosa no puede nunca ser pensada en su cumplimiento y en su finalidad propia. Consiguientemente, la facultad de decidir de una vez por todas se debilita y la decisión incesante no decide propiamente nada.

5. Es a esta pérdida de la capacidad de juzgar en la modernidad a la que Hannah Arendt ha dedicado su reflexión en el libro sobre la banalidad del mal. La facultad de pensar y la facultad de juzgar son, para Arendt, distintas y, a la vez, están inextricablemente conectadas. El pensamiento no es una facultad cognitiva, sino aquello que vuelve posible el juicio sobre el bien y sobre el mal, sobre lo justo y lo injusto. Lo que le faltaba a Eichmann no era ni el raciocinio ni el sentido moral, sino la facultad de pensar y, por consiguiente, la capacidad de juzgar las acciones propias.

Illich representa la reaparición intempestiva en la modernidad de un ejercicio radical de la krisis, de una llamada a juicio sin atenuantes de la cultura occidental: krisis y juicio tanto más radicales, porque provienen de uno de sus componentes esenciales: la tradición cristiana. Como Benjamin, Illich se sirve, en efecto, de la escatología mesiánica para neutralizar la concepción progresista del tiempo histórico. Y lo hace según dos modalidades estrechamente entrelazadas: por un lado la experiencia del kairós, del instante decisivo, que quiebra la línea continua y homogénea de la cronología; por el otro la capacidad de pensar el tiempo en relación con su cumplimiento. El instante intemporal de la decisión y la novissima dies en la que el tiempo se consuma son, en los términos de Arendt, las dos puertas que el pensamiento entreabre a la facultad del juicio. Pero en el instante del juicio, el eschaton y el «ahora» coinciden sin residuos.

Es justamente esta situación original con respecto al tiempo y a la historia lo que define la pertinencia y la fuerza de la «crisis» illichiana de la modernidad. Cada una de sus investigaciones adquiere su verdadero sentido sólo si se la sitúa en la perspectiva unitaria de aquello que podemos considerar, junto a las de Hannah Arendt y de Günther Anders, como una de las críticas más amplias y coherentes a los poderes devastadores del progresismo, del «Absurdistán o infierno en la tierra» que éste, con todas sus buenas intenciones, ha realizado.

Si, como habíamos visto, esta crítica tenía sus raíces en la tradición cristiana, era, sin embargo, inseparable de la conciencia de la responsabilidad de aquella tradición en el destino de la modernidad. Si algo distingue el pensamiento de Illich de las críticas progresistas o reaccionarias de nuestra sociedad, es su enraizamiento en aquella tradición y, a la vez, la capacidad de salir de ella sin reservas en dirección de la filosofía. Y si la filosofía no es una disciplina, sino una intensidad que puede animar cualquier ámbito, en el caso de Illich la filosofía nace, entonces, como una intensificación del campo de tensiones del cristianismo de cara a las consecuencias catastróficas de su perversión secular.

6. Para comprender la situación de Illich con respecto a la tradición teológica hay que partir de las conversaciones citadas con David Cayley publicadas con el título The Rivers North of the Future(2005), Ríos al norte del futuro, y en las cuales -como en una entrevista precedente con el mismo Cayley- él, independientemente de toda intención testamentaria, ciertamente intentó proporcionar una clave de lectura de toda su obra. En ambas entrevistas aparece en cierto momento la expresión mysterium iniquitatis(«el misterio del mal»), en referencia al carácter inédito y extremo del mal con el que el hombre moderno ha de arreglar cuentas. «El mysterium iniquitatis es un mysteriumporque puede ser comprendido sólo a través de la revelación de Dios en Cristo. […] Pero creo también que el mal misterioso que entró en el mundo con la Encarnación puede ser investigado históricamente y que, para esto, no necesitamos ni fe ni credo, sino sólo una cierta capacidad de observación. ¿No es cierto que nuestro mundo está estropeado como en ninguna época precedente? Cuanto más me empeño en examinar el presente como entidad histórica, más me parece confuso, absurdo e incomprensible: me obliga a aceptar una serie de axiomas para los cuales no encuentro ningún paralelo en las sociedades pasadas y pone a la vista una combinación increíble de horrores, crueldad y degradación, que no tiene precedentes en otras épocas históricas […]. ¿Cómo explicar este mal extraordinario? Este problema podría ser considerado bajo una luz complemente nueva, partiendo del presupuesto […] de que no estamos frente a un mal de tipo ordinario, sino frente a la corrupción de lo mejor que adviene cuando se institucionaliza el Evangelio y cuando el amor es transformado en demanda de servicios. La primera generación de cristianos se dio cuenta de que se había vuelto posible un género misterioso —¿cómo lo debería llamar?— de aberración, deshumanidad, negación. Su idea del mysterium iniquitatis me provee una clave para comprender el mal frente al cual estamos hoy y para el cual no puedo encontrar una palabra. Como hombre de fe, tendría al menos que llamarlo la misteriosa traición o la perversión de ese tipo de libertad que los Evangelios trajeron».

Esta larga cita muestra bastante bien la particularidad de la aproximación de Illich a lo contemporáneo: si él reconoce con claridad su fundamento teológico, no renuncia por esto a la indagación puramente histórica. La especificad de su crítica consiste más bien justamente en la indagación de la modalidades a través de las cuales se ha cumplido el paso de lo extrahistórico a lo histórico y de lo teológico a lo profano: cómo, por ejemplo, las nociones de amor, libertad y contingencia, que el cristianismo había inventado, son transferidas a los servicios, al Estado y a la ciencia, produciendo exactamente lo contrario de lo que ellas eran en su origen; y cómo las concepciones de la Iglesia como societas perfecta se acabaron con la producción de la idea moderna del Estado como detentor del gobierno integral de la vida de los hombres en todos sus aspectos. Éste es el paradigma de la corruptio optimi quae est pessima, a través del cual Illich observa la historia de la Iglesia.

7. La expresión mysterium iniquitatis proviene de la segunda epístola de Pablo a los tesalonicenses. En esta epístola Pablo, hablando de la Parusía del Señor, describe el drama escatológico como un conflicto que ve por un lado al mesías, y por el otro a dos personaje que él llama «el hombre de la anomia», ho anthropos tes anomias(lit. «el hombre de la ausencia de ley»), y «aquel que retiene» (ho katechon): «Que nadie los engañe de ninguna manera. Antes debe venir la apostasía y revelarse el hombre de la anomia (ho anthropos tes anomias), el hijo de la destrucción, aquel que se contrapone y se eleva por encima de todo lo que porta el nombre de Dios o recibe un culto, hasta sentarse en el templo de Dios, mostrándose él mismo como Dios. ¿No recuerdan que cuando estaba todavía entre ustedes, les decía esto? Ahora saben lo que lo retiene actualmente de manera que no se revele más que en su tiempo. El misterio de la anomia (mysterion tes anomias, que la vulgata traduce como mysterium iniquitatis) está ya a la obra. Pero sólo hasta que aquel que retiene sea apartado de en medio, y es entonces cuando el impío (anomos, lit. «el sin ley») será revelado, y el señor Jesús lo hará desaparecer con el soplo de su boca» (2 Tes. 2, 2-11).

Mientras que el «hombre de la anomia» ha sido identificado por la tradición exegética con el Anticristo de la primera epístola de Juan (2, 18), para «aquel que retiene» ya a partir de Agustín -que habla de él en la Ciudad de Dios (XX, 19)- ha sido propuesta una doble interpretación. Según algunos (entre quienes se encuentra Jerónimo y, entre los modernos, Carl Schmitt, que ve en el katechon la única posibilidad de concebir la historia desde un punto de vista cristiano) la alusión es al Imperio Romano, que actúa como un poder que retiene la catástrofe del fin de los tiempos; según otros -entre quienes se encuentra un contemporáneo de Agustín, Ticonio- aquello que retrasa el drama escatológico es la naturaleza dividida de la Iglesia, que tiene un lado santo y luminoso y, a la vez, un lado oscuro y siniestro, en el cual crece y mora el Anticristo.

Es en esta tradición exegética donde se inscribe de algún modo también la lectura particular que Illich hace del mysterium iniquitatis. No se trata para él, según una interpretación que ha encontrado amplia difusión entre los filósofos y los teólogos contemporáneos, de un misterio metahistórico, de un hondo drama teológico que paraliza y vuelve enigmática toda acción y toda decisión, sino de un drama histórico, por lo tanto, como habíamos visto, de aquella corruptio optimi pessima que, a través de un proceso secular, ha llevado a la Iglesia a dar a luz, en su seno, su perversión anticrística en la modernidad. Y en este drama histórico, en el que el eschaton, el último día, coincide con el presente, con el «tiempo de ahora» paulino, y en el que la naturaleza dividida -a la vez crística y anticrística- del cuerpo no sólo de la Iglesia, sino de toda sociedad y de toda institución humana, alcanza al fin su apocalíptico desvelamiento, es de este drama histórico que Illich eligió sin reservas y sin ambigüedad formar parte.

8. También Gender, el libro de 1982 que aquí se vuelve a proponer, tiene que ser situado en esta perspectiva. Como Illich escribe más de diez años después en el importante prefacio a la segunda edición alemana (hasta aquí inédita en italiano), también este libro nace de la «repugnancia» frente a la «terrible corrupción de aquello que es más excelente», que hasta el final siguió siendo para él «el enigma en el cual arrojar luz». Pero, al mismo tiempo, sugiere Illich, el libro marca un viraje en la investigación de su autor. La pérdida del género y su transformación en sexualidad -que constituye el tema del libro- son tratadas aquí no ya en la forma de una «crítica agresiva» de la modernidad, sino en aquella, «ponderada», de una investigación sobre la «historia social del “nosotros” vivido», es decir, de una reflexión «sobre la mutación en los modos de la percepción» del cuerpo y de sus relaciones con el mundo que, bajo la presión de los «rituales mitopoiéticos» (Illich nombra entre éstos la escuela, la medicina, la misión, la urbanística, los transportes, la propaganda) han llevado al deterioro y a la pérdida de innumerables formas de vida vernaculares. Hay que agregar aquí una importante precisión a cuanto hemos dicho sobre el rigor de la crítica de Illich a la modernidad. El juicio es, para él, tanto más implacable, en cuanto que se trata de su memoria y de su única posibilidad de salvación de aquel universo vernacular que él no se cansa de evocar y describir en todos sus aspectos. El juicio es despiadado, porque en él las cosas aparecen como perdidas e insalvables; la salvación es benigna, porque en ella las cosas aparecen como enjuiciables. La difícil trama de juicio y salvación define el ethos particular de la escritura y del pensamiento de Illich.

Este desplazamiento, en la ardua cresta entre juicio y salvación, entre memoria histórica y crítica del presente, puede explicar la desorientación y el desconcierto con el que el libro fue inicialmente acogido. La reivindicación del «género» (gender es en inglés una categoría exclusivamente gramatical) -que permanece en una «dualidad del humano» que distingue «los lugares, los tiempos, los utensilios, las tareas, los modos de hablar, los gestos asociados a los hombres de aquellos asociados a las mujeres»- contra el «sexo», concebido en cambio como la polarización de todas aquellas características, dignidad y derechos que, a partir de finales del siglo XVIII, se atribuyen en modo idéntico a todos los seres humanos, era demasiado insólito a un oído moderno para ser íntegramente aceptable. En el mismo sentido, la crítica de la «aspiración organizada de las mujeres a la igualdad económica», prisionera de la misma lógica capitalista que creía combatir, era en aquellos años todavía precoz. Queda la circunstancia singular de que, algunos años después -al menos a partir del libro de Judith Butler Gender Trouble (1991)- el término gender se impone hasta transformar la propia denominación de los estudios sobre el feminismo, reformulados ahora en la nueva rúbrica académica de los Gender studies. En el libro de Butler, sin embargo -que además critica el primado de la dimensión biológica del sexo contra la cultural del género- el nombre de Illich no aparece.

Muchas señales dejan conjeturar que, también en este ámbito, el pensamiento de Illich haya alcanzado la hora de su legibilidad. Pero ésta sólo será posible hasta cuando la filosofía contemporánea se decida a arreglar cuentas con este maestro celebérrimo y, sin embargo, obstinadamente mantenido en los márgenes del debate académico.//

[Traducción de la «Introduzione» que Giorgio Agamben redactó para una reedición italiana –Genere, Vicenza, Neri Pozza, 2013- del libro de Ivan Illich, Gender, publicado en 1982]

Paquot. La resistencia según Ivan Illich

LA RESISTENCIA SEGÚN IVAN ILLICH

Thierry Paquot [1]

El célebre teórico de La convivialité, Ivan Illich (1926-2002), acaba de morir, a los 66 años, en Bremen, donde enseñaba en la Universidad. Desde hace varios años dividía su tiempo entre Alemania, la Universidad de Pennsylvania (State-College) y su domicilio de Cuernavaca (México). Aunque publicara regularmente y diera conferencias en todo el mundo, su público había declinado en Francia.

El lunes 2 de diciembre, Ivan Illich prolongó su siesta al punto de alcanzar la eternidad. De ahora en adelante, está muerto. Escribo ´de ahora en adelante´, porque desde hace años, cada vez que evoco su nombre, mis interlocutores invariablemente me preguntan la fecha de su muerte. Está muerto y su obra completa será reeditada, lo que permitirá a algunos descubrirla y a otros volver a recorrerla. Obra exigente, abundante, perturbadora, difícil de clasificar, a semejanza de su autor, quien raramente se encontraba allí donde cabía esperar.[2]

Bastante alto, enjuto, de mirada atractiva, sonrisa cálida, perfil agudo, excepto del lado de esa impresionante protuberancia que lo desfiguraba, Ivan Illich sabía hacernos sentir a gusto. Luego del primer intercambio de palabras sobre lo cotidiano, su pensamiento se activa, adopta el ritmo de su discurso y nos colma con su inteligencia. Habla de los ´humores´ en la obra de un médico alemán del siglo XVIII, se remonta a Aristóteles, visita a Diderot y a Lavoisier, evoca a Claude Bernard, se detiene en Balint, vuelve a su médico alemán, y se pregunta, en voz alta, sobre el diagnóstico, la consulta, la privación de sí por otro –el médico-, el rechazo del dolor, describe con precisión la máquina hospitalaria actual, alterando de paso análisis ya viejos que se encuentran en Némèsis médicale.

Otro día, el discurso errante toma otro camino, demuestra que el silencio puede ser un arma de cuestionamiento semejante a la no violencia, expone la reflexión filosófica de Max Picard, la confronta con la de Emmanuel Lévinas, aprovecha para contar una discusión sobre ´toma de la palabra´ y silencio con Michel de Certeau, habla de los Padres de la Iglesia y de la vida eremítica, recuerda diversos happenings silenciosos en los cuales participó, ubica su discurso en una sociedad de lo escrito, luego en la de la imagen y se entusiasma con el siglo XII, su siglo predilecto. Estas dos anécdotas, de las que soy modesto testigo, concuerdan con muchos otros relatos con los que otros comensales, irritados o maravillados, enriquecen este increíble enciclopedismo fundado a la vez en una gran facilidad para manejar numerosas lenguas (¡más de diez!) y en una curiosidad infinita.

Es verdad que el joven Ivan -nacido en Viena, hijo de padre dálmata y católico y de madre alemana y judía- no tuvo sólo una lengua materna, sino varias, francés, italiano alemán, antes de aprender, a partir de los ocho años, serbocroata, lengua de sus abuelos. Más tarde, estudiará griego y latín (lo que le facilitará el análisis etimológico de las palabras y de los conceptos), español, portugués, hindi, etc. Se inscribe en cristalografía en Florencia, en filosofía y teología en Roma, en historia medieval en Salzburgo, se ordena sacerdote, viaja a Nueva York en 1951, reclama una parroquia portorriqueña, se convierte en vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico en 1956 (¡a los 30 años!), cuestiona cada vez más el sistema escolar y las posiciones reaccionarias del clero, crea seminarios paralelos y diversos grupos de trabajo.

Tres años más tarde, atraviesa en autobús y a pie toda América Latina, se opone a la concepción estadounidense del desarrollo, se instala en Cuernavaca y funda el Centro Internacional de Documentación Cultural (CIDOC). Frecuentado primero por ´voluntarios´ estadounidenses -del programa Alianza para el progreso lanzado por Kennedy- que llegaban allí para estudiar español y la civilización del país al que se dirigían. El CIDOC es conocido especialmente por el trabajo crítico sobre la sociedad capitalista llevado a cabo por numerosos intelectuales de todas las nacionalidades bajo la dirección de su fundador.

Este Centro funcionará durante diez años, de 1966 a 1976. A partir de 1967, Ivan Illich rompe con Roma, que lo convoca luego de recibir un informe de la CIA, pero que se inquieta sobre todo por la acogida de algunos textos, como “Disparition de l’ecclésiastique” (1959), publicados en Libérer l’avenir (Seuil, 1971). Menciona presiones contra el Centro, e incluso agresiones físicas, aunque sin insistir… El paso por Cuernavaca se convierte, para cierta izquierda radical tercermundista, en un desvío obligado. La seriedad de sus estudios se codea allí con los encuentros festivos, dos actividades marcadas por cristianismo. Por lo demás, si bien Ivan Illich adopta el estado laico, continúa convencido de que “la mayoría de las ideas claves que hacen del mundo contemporáneo esta realidad particular tienen un origen cristiano”.[3]

Con sus obras Une societé sans école y La conviavilité, Ivan Illich adquiere renombre: aún no tiene cincuenta años y sus ideas son discutidas en todo el mundo.[4] Sus primeras obras apuntan a demostrar que las “herramientas” (entendiendo por éstas, las “instituciones” y otras grandes “máquinas” sociales, como la Iglesia, la Escuela, el Hospital, los Transportes, etc.) al franquear un determinado umbral se vuelven contraproducentes, con una “contra-productividad paradójica”-precisa Illich- porque no es deseada por sus creadores. Cuanto más progresa un sistema técnico, más se incrementa la parte de heteronomía del individuo, y más se reduce su parte de autonomía, dejándolo cada vez más dependiente de lo que no puede controlar: la energía nuclear, la autopista, la quimioterapia, las manipulaciones genéticas, etc.

Detrás de las comprobaciones, rápidamente simplificadas por sus seguidores, como “la escuela desescolariza”, “el hospital enferma”, “el automóvil obstruye la circulación”, se encuentra una notable crítica al “progreso” y a aquello que lo legitima, la satisfacción de las supuestas “necesidades”.[5] Ivan Illich rechaza el ángulo de ataque de los miembros del Club de Roma que, en 1972, invitan a los dirigentes a detener el crecimiento con el fin de retrasar la escasez de materias primas y reducir el derroche de reservas energéticas. No cree de ningún modo en cualquier “protección de la naturaleza” y denuncia el despliegue irreflexivo de técnicas como la economía política del desarrollo, que autores como René Passet y Serge Latouche van a utilizar y profundizar. Estos libros son para leer juntos, ya que pertenecen a un mismo proyecto: la liberación total de la singularidad de cada individuo, cualesquiera sean su cultura, sus ingresos, su lugar en el sistema productivo, etc.

Esta liberación del sujeto –estas palabras no pertenecen a su vocabulario- se basa en el dominio del propio cuerpo y las propias necesidades, independientemente de las técnicas disponibles. Ivan Illich cuenta esta historia de una estudiante, a quien le ofrece un vaso de sidra, que le responde: “No, gracias, mis necesidades de azúcar para el día de hoy ya están satisfechas”. Sus necesidades han sido confiscadas por los calculadores de calorías y los normalizadores… Compartir una bebida, durante una discusión, es ajeno a este tipo de medida, y proviene de un ritual que hace justamente que una necesidad sea siempre cultural e histórica. El estudio de la invención de las necesidades estandarizadas y válidas para todos ocupará a Ivan Illich durante varios años y lo obligará, en el transcurso de ellos, a establecer otras genealogías como las de “ser humano”, “vida”, “persona”, “género”, “salud”, etc., de donde resulta una evolución en la historia de Occidente.[6]

¿En qué momento, en qué circunstancias y con qué consecuencias, por ejemplo, el trabajo se convierte en el momento crucial de la existencia individual y colectiva? Le Travail fantôme y Le Genre vernaculaire completan los primeros ensayos y los esclarecen, insistiendo en el lenguaje como arraigo existencial más importante de cada uno, la sexualización de la sociedad como discriminación entre los géneros y la creencia errónea en el homo economicus como modelo de comportamiento, etc. Estas obras, leídas demasiado rápido, irritan a los tercermundistas, para quienes el “trabajo fantasma” no valoriza a los “pobres” que dependen del “sector informal”, y a las feministas, que rechazan la diferencia de los géneros de Illich y militan por una igualdad jurídica y económica hombre-mujer. Sus últimas investigaciones sobre lo oral, lo escrito y la imagen, pasarán inadvertidas.

Adulado por los defensores de la “segunda izquierda” francesa durante los años ’70, Ivan Illich les resulta demasiado pesimista cuando acceden a las responsabilidades políticas, con la elección de François Mitterrand, en 1981. Los tercermundistas deben reaccionar ante el fin de la Guerra Fría y la mundialización de las economías y de las telecomunicaciones: ya no encuentran en la obra de Illich motivo de reacción a sus cuestionamientos. Los ecologistas no aprecian su crítica del principio de la responsabilidad, iniciado por Hans Jonas, y no se adhieren a su crítica de la técnica, inspirada por Jacques Ellul, Lewis Mumford y algunos otros.

En síntesis, ya no hay sintonía entre un pensador de una originalidad desconcertante y una intelligentsia desorientada. Fuera de Francia, las redes establecidas por Illich continúan la difusión de sus investigaciones y se comprometen en los caminos que ha abierto, y su influencia –difícil de aprehender- es cierta, como lo demuestran la popularidad de sus conceptos y su presencia en las bibliografías. De Vancouver (Hábitat I, en 1976) a Río (Cumbre de la Tierra, 1992), de los comités de barrio para un presupuesto participativo a las asociaciones para una alternativa a la mundialización neoliberal, las ideas de Ivan Illich parecen muy lejos de haber caído en el olvido.

Notas:

[1] Thierry Paquot, filósofo, profesor del IUP-París XII, editor y amigo de Ivan Illich. En Le Monde Diplomatique, Enero de 2003, edición española. Texto disponible en http://monde-diplomatique.es/2003/01/paquot.html

[2] Por Fayard, en 2003.

[3] Véase David Cayley, Entretiens avec Ivan Illich, traducción francesa, Bellarmin, Saint-Laurent, Quebec, 1996, pág. 146.

[4] Jean-Marie Domenach pone al servicio del pensamiento de Illich la revista Esprit que dirige, publicando varios de sus artículos en 1970 y 1971 y dedicándole dos números: “Illich en débat”, N° 3, marzo de 1972, y “Avancer avec Illich”, Nº 7-8, julio-agosto de 1973. En los fragmentos elegidos de su Diario 1944-1977, Beaucoup de gueule et peu d’or, Seuil, 2001, Domenach le dedica sólo unas líneas, pág. 291, mientras que en nuestras conversaciones me confirmó la importancia que tuvo para él la lectura de Illich; véase su crónica en L’Express, 21-9-90. Illich figura en el sumario de la revista Les Temps Modernes, en 1969 y 1970, y Herbert Gintis escribe una “Critique de l’illichisme” Nº 314-315, septiembre-octubre de 1972. El N° 109 (diciembre de 1972) de la revista Les Cahiers Pédagogiques y el N° 62 de la revista L’ARC, de 1975, están totalmente dedicados a Illich. En Le Nouvel Observateur, Michel Bosquet (alias André Gorz) vulgariza, discute y populariza las tesis de Illich, al construir su obra original.

[5] Véase “Needs”, por Ivan Illich, The Development Dictionary, editado por Wolfgang Sachs, Zed Books, Londres, 1992, págs. 88 y ss.

[6] Véase «L’obsession de la pensée parfaite», Le Monde diplomatique, marzo de 1999, pág. 28.//

{Descarga obras de Illich}

Ivan Illich. Los ríos al norte del futuro. Parte II

“El principio del fin o la fuente de la esperanza. Conspiratio y desdiabolización.”[1]

Una conversación entre Ivan Illich y David Cayley

Traducción de Jean Robert

Comentario: En las conversaciones que hacia el final de su vida Ivan Illich tuvo con David Cayley y que póstumamente se publicaron bajo el título de un poema de Paul Celan, The Rivers North of Future, Illich reveló las fuentes espirituales de las que emanó su crítica histórico-filosófica. Para Illich, como lo mostró en su primera conversación con Cayley, la sociedad moderna, con sus instituciones de servicio, es fruto de la Iglesia que, al institucionalizar la caridad, corrompió la novedad de libertad y de amor que Cristo trajo al mundo. En la conversación que ahora publicamos, Illich habla de la fuente de la esperanza que florece en medio de estos tiempos que define como apocalípticos, no en el sentido de desastre, sino en el original de revelación.

David Cayley: He revisado varias veces mis transcripciones de nuestra entrevista de hace dos años y hay algunos puntos que quisiera clarificar. En aquella conversación, volvías constantemente a la idea del misterio del mal del cual habla Pablo en su Carta a los Tesalonicenses. Desde entonces, he releído las epístolas de san Pablo y me parece que lo que está diciendo es que la Encarnación, para decirlo así, es el principio del fin. Algo ocurrió que cambió cada cosa irreversiblemente.

Ivan Illich: Sí, y dice una cosa que, para mí, es un gran consuelo: que soporta su sufrimiento –la epilepsia– para cumplir lo que aún falta y que retrasa el final. Parafraseando a Pablo: soportar las molestias de mi prójimo con humor y devoción podría ser la paja que aún falta. Cada vez que uno de nosotros se asocia a los sufrimientos de Cristo, podría suscitar el fin. Es una idea maravillosamente consoladora y Pablo afirma –con razón creo– que cada uno está invitado a contemplar el curso de su propia vida a la luz de esta idea. Puede ser que tú y yo estemos contribuyendo a ello en este mismo momento. Tengo en mi muñeca este curioso reloj con una manecilla que indica los segundos al son de un casi imperceptible tic-tac. Me incita a preguntarme si el tic siguiente será el último. Conoces la historia del viejo rabino que Eric Fromm no se cansaba de contar. La mujer del rabino le dice: “Tengo que lavar tus calcetines”. Así que él se quita un zapato y le da un calcetín. Su mujer le dice: “¿No quieres darme el otro?” “No”, dice él, “jamás me quito mis dos zapatos al mismo tiempo. Quiero estar listo para cuando venga el Mesías”. 

David Cayley: Pero, ¿qué es lo que ha cambiado con la Encarnación? ¿Por qué es el comienzo del fin?

Ivan Illich: Cuando María dio a luz el Verbo de Dios en la carne, algo ocurrió cósmicamente, algo que, hasta este momento, había ocurrido cada vez que una mujer traía al mundo el niño que esperaba y probaba a los otros que su embarazo había sido real. Aquel nacimiento cumplía las profecías, legitimaba los balbuceos de los profetas de la única manera en que, hasta el siglo XX, un embarazo podía ser legitimado: post partum, por la presencia del niño. Eso es la primera cosa que ha cambiado. La segunda es que, desde este momento, todo acto profético, toda palabra que lo sea ya no expresa una simple esperanza, sino la fe en la presencia carnal de Dios. Cuando interpreto textos del siglo XII para los estudiantes, colegas y auditores de mi curso, la mayoría de ellos debe considerar lo que digo como fantasía o ideología. Me preguntan: “Entonces, según usted, ¿los cristianos creen que un hombre es Dios?” En cuanto a los cristianos mismos, ellos no suelen hacer esta pregunta. He oído a católicos y anglicanos hablar sobre este tema, y sé que presentan las cosas de manera inversa: para ellos, Dios es primero. Pero, para José, el niño es quien vino primero. En nuestro tiempo, le fe en la Encarnación puede florecer en la medida en que la fe en Dios se ha oscurecido y que cada uno de nosotros es conducido a descubrir a Dios en el otro. Eso me parece importante –más importante que nunca– frente a la oscuridad que los científicos han difundido al decir que ciertos rasgos físicos y matemáticos del universo llevan a postular, como una hipótesis que les parece muy fecunda, a un Dios –un Dios construido– atrás del Big Bang. Ante eso sólo puedo reír y decirles: “Vengan, miremos un pesebre”, y tratar de explicarles lo que es un pesebre, recordando a las madres que, en muchos de los países que conozco, envuelven a su hijo en un harapo en la esquina de una calle horas después de su nacimiento. 

David Cayley: En nuestras conversaciones anteriores, tú decías también que, con la Encarnación, el pecado había cambiado de sentido. Me gustaría oír más al respecto.

Ivan Illich: A mi manera de ver, Cristo abrió nuestros ojos de manera única y definitiva sobre la relación entre David e Ivan aquí y ahora o, si prefieres decirlo así, entre un “yo” y un “tú”. Antes de que Cristo la revelara, no existió la posibilidad de esa forma de relación aun si hubo cosas ligeramente parecidas. Estoy cada vez más convencido de poder defender este argumento ante cualquiera que quiera ser mi adversarius. En el curso de una de nuestras últimas conversaciones, evocamos al samaritano –un palestino que no adoraba a Dios en el Templo de Jerusalén– que ve a un judío tendido, herido, al lado del camino y se vuelve hacia él. Al igual que el samaritano, somos criaturas que sólo pueden encontrar su perfección estableciendo una relación. Esta relación parece arbitraria a los ojos de todos, salvo del samaritano mismo, porque él responde al llamado del judío golpeado. Pero esta relación, tan pronto se ha establecido, puede ser rota y denegada. Una forma de infidelidad, de desprecio, de frialdad que no existía antes de que Jesús lo revelara se ha vuelto posible. Antes de esta revelación, el pecado, en este sentido, no existía. Sin el vislumbre de la mutualidad, la posibilidad de su denegación y de destrucción era impensable. Una nueva forma de lo que debe o debería ser se estableció. Este ´debe ser´ no está ligado a ninguna norma. Tiene un télos. Está orientado hacia alguien carnal, pero no según una regla. Hoy en día, las personas que se ocupan de ética o de moralidad se han vuelto incapaces de no hablar de normas. Para ellas, el ´debe ser´ tiene que estar encadenado a las ´normas´.

David Cayley: En nuestra conversación anterior, tú te opusiste a mi uso del término poscristiano para caracterizar nuestro tiempo. Me dijiste: ´no, nuestra época no es poscristiana, es apocalíptica´. ¿Qué significa vivir en un mundo apocalíptico?

Ivan Illich: Al no querer calificar nuestra época de poscristiana y al insistir sobre su carácter apocalíptico, me definí en cierta manera como un discípulo de Santo Tomás de Aquino. Así entiendo su expresión per fidem quaerens intellectum y per intellectum quaerens fidem: buscar mediante la fe una comprensión del tiempo desde Belén y tratar de entender con la inteligencia los dos primeros milenios cristianos. El mundo cambió para siempre por la aparición de una comunidad –y la palabra ´comunidad´ siempre define un ´aquí´ y un ´allá´– fundada por completo sobre la contribución de cada uno, cualquiera que sea su rango, a la conspiratio del beso litúrgico. Una comunidad, por lo tanto, creada por un intercambio físico y no por alguna referencia cósmica o natural. Cuando un ´nosotros´ puede advenir como resultado de una conspiratio –literalmente, un soplo compartido–, estamos ya fuera del tiempo. Vivimos ya en el tiempo del Espíritu. Una consecuencia de ello es la aparición de un nuevo tipo de mal que llamo el pecado. El pecado difiere radicalmente de cualquier forma de ´nobien´ que se pueda concebir en términos seglares. Es también distinto de las viejas ideas sobre el ´no-bien´, concebido como lo no armónico, inconveniente, no proporcional. Estos términos son insuficientes para expresar el tipo de mal que es el pecado. Hoy vivo en un mundo en el que el mal ha sido remplazado por el desvalor. Nos enfrentamos a algo que, en alemán, lengua tan propensa a las combinaciones de palabras, llamé Entbösung, desdiabolización. Cuando la lancé en Alemania hace unos veinte años, esta palabra hizo reír. No puede haber desarmonía en un piano bien templado; no puede haber edificios inarmónicos una vez que se perdió la idea de los órdenes de la arquitectura, como lo mostró Joseph Rykwert en su libro The Dancing Column. Así que en este periodo apocalíptico de dos mil años, hubo primero una pérdida del sentido tradicional del mal, una desdiabolización seguida, en nuestros días, por algo que, no encontrando un término mejor, llamaría ´concretud desplazada´ o quizás ´matematización´ o ´algoritmización´ -lo que Uwe Pörksen trata de captar con su idea de palabras plásticas. Durante un milenio y medio, todo nuestro pensamiento social y político se basó en la secularización del samaritano, es decir, en la ´tecnologización´ de la pregunta: ¿Qué hacer cuando el afligido me sorprende de repente en el camino? ¿Respondí tu pregunta?

David Cayley: Trato de parafrasearlo. La desdiabolización que resulta de la pérdida del sentido de la proporción sólo se hizo posible después de que Jesús ampliara el horizonte de lo posible mediante la respuesta que dio a los fariseos… Tú decías que toda la era posBelén es apocalíptica por definición…

Ivan Illich: Sí, pero en el uso moderno el término apocalíptico significa una especie de desastre. Para mí significa revelación o develamiento. Nuestra conversación de hace dos años, que queremos profundizar ahora, trataba de mi hipótesis de que la corrupción de lo mejor es lo peor. Pero cuidado, esta hipótesis implica también que el esfuerzo de la Iglesia por conferir poder temporal, visibilidad social y permanencia al ejercicio de la ortodoxia, a la fe justa y a la caridad cristiana, no es en sí anti-cristiano. A mi manera de entender los Evangelios, que comparto con muchos otros, parten de la ´kenosis´, de la humillación a la que Dios condesciende cuando se hace hombre y funda o genera el cuerpo místico con el que la Iglesia se identifica. Este cuerpo místico es algo ambiguo. Por un lado, es la fuente de la continuidad de la vida cristiana en la que los individuos, actuando solos y juntos, pueden vivir la fe y la caridad. Por otro, puede ser la fuente de la perversión de esta vida mediante la institucionalización que transforma la caridad en una conducta seglar y la fe en una práctica obligatoria.[2] ¿Por qué lo digo? Porque creo que la única forma en que puedo mantener la esperanza frente a los acontecimientos que ocurrieron durante los años de mi vida consiste en decir: la bondad y el poder de Dios brillan más gloriosos que nunca en el hecho de que puede tolerar –volveré sobre éste término– el carácter mundano de su Iglesia, semilla de la que germinaron las organizaciones de servicios modernas. Para decirlo en palabras más fáciles. Creo que no vivo en un mundo poscristiano, sino apocalíptico. Vivo en el kairós en el que, por su propia culpa, el cuerpo místico de Cristo está constantemente crucificado como lo fue su cuerpo físico que resucitó en Pascua. Por ello, espero que la Iglesia resucite de la humillación que ella misma se infligió por haber engendrado el mundo de la modernidad. La Resurrección está atrás de nosotros. Lo que hemos de esperar ahora no es la resurrección del Señor ni la asunción física de Nuestra Señora María al cielo –extraña muchacha que no he podido dejar de tomar como mi ideal desde que era muchacho. Es la resurrección de la Iglesia; y cuando digo que creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, la resurrección de los muertos es, para mí, la resurrección de la Iglesia. Hace dos años, viniste a verme diciendo que querías hablar de la corruptio optimi quae est pessima, de ese aforismo latino que dice que la corrupción de lo mejor es lo peor. Cada vez que busco las raíces de una de las certidumbres de la modernidad, encuentro su origen en lo que llamamos el segundo milenio: una excrecencia de la Iglesia que me parece, no una realidad poscristiana, sino una realidad cristiana pervertida. El término poscristiano podría entenderse como un retorno a una inocencia renovada en la que el mal volvería a ser el simple mal, sin el pecado. La manera como juzgo y espero aceptar las instituciones modernas no es como simples males, sino como expresiones del pecado, intentos de realizar, por medios humanos, lo que sólo Dios, llamándolo a través del judío herido, podía dar al samaritano, la invitación a actuar con caridad.

David Cayley: Mircea Eliade, un autor que yo solía leer de joven, hablaba de la ´valorización cristiana del tiempo´. Después de Belén, como lo acabas de decir, el tiempo, para los cristianos, deja de ser cíclico y adquiere una dirección definitiva e irreversible. Y esta dirección, según Eliade, ha sido preservada hasta por los descendientes seglares de la cristiandad, como el marxismo que, en cierto sentido, no deja de esperar el final. Pero en los últimos quince o veinte años, la gente empezó a adoptar el término posmodernidad, que sugiere un retorno al tiempo cíclico o a la inocencia renovada de la cual tú hablas.

Ivan Illich: Si lo entiendo bien, me estás lanzando un anzuelo para que, al morderlo, te revele mis reflexiones o hasta mis sentimientos sobre el estado de ánimo propio de lo que se ha llegado a llamar poesía, novela y filosofía posmodernas. Lo tomaré como una pregunta sobre la transformación de la dimensión temporal o temporalidad en el curso del tiempo transcurrido desde nuestro nacimiento. ¿Cómo esa especie de desfiladero al que entramos en el curso de los años 1970 afectó nuestro sentido de lo que, a falta de mejores palabras, llamaré temporalidad, espacialidad y frontera, los tres inevitablemente ligados? Para hablar de la transición, de la transformación, de la grotesca metamorfosis a la que aludes –ambos entendemos de qué se trata, aún si ni tú ni yo podemos decir con toda precisión lo que es, una dificultad inherente al tema– debo, por mi parte, empezar por examinarlo históricamente. ¿Cuándo empezó a ser lo que es ahora? Una vez que afirmamos que las cosas son históricas, que tendrán o tienen un final, aunque sólo sea en la mente, las percepciones, el cuerpo y la respiración de ciertas personas, ya implicamos y afirmamos que, en cierto momento, tuvieron un inicio, porque la temporalidad, la espacialidad y el tipo de frontera que hacían parte del bagaje de certidumbres de nuestra juventud y, más aún, de la juventud de nuestros padres, es de una especie para la que ni el medioevo ni las épocas anteriores tenían el sentido o el gusto. La manera más sencilla de hacerme entender es quizás contándote un encuentro internacional de planificadores-proyectistas o designers al que recientemente me invitaron a pronunciar el discurso inaugural. Para hacer bien las cosas, me llevé a dos amigos y colegas. Este encuentro tuvo lugar en Ámsterdam, en un teatro afelpado de color rojo. Los organizadores recomendaban que, debido a la importancia de desacelerar nuestros ritmos de vida, los ´proyectistas del futuro´ debían incluir en sus proyectos la categoría de velocidad. El siglo XXI, argumentaban, debe ser más que rápido, lento; debe pertenecer a los Trabajadores-Lentos-pero-Mejores, otra de esas fantasías destinadas a saludar el nuevo milenio. El argumento que yo trataba de defender se enunciaba así: soy historiador y sé que el mismo concepto de velocidad no existía antes de Galileo. Cuando Galileo concibió por primera vez la idea de metros por segundo o, más precisamente, de distancia recorrida en determinado tiempo, sabía que, al tomar como entidades separadas el tiempo y el espacio y recombinarlas en forma novedosa, rompía un tabú. El aquí y el ahora estaban tan íntimamente ligados en el hic et nunc que, antes de Galileo, era imposible hablar de uno sin hablar del otro. Galileo pretendió que podía observar el tiempo aparte del espacio. ¿Y qué? Todo el mundo lo sabe y lo ha hecho siempre. ¡No! Tuvo las mayores dificultades en hacerse entender. El análisis de esta recombinación del tiempo y del espacio, después de haberlos separado, requirió del invento del cálculo diferencial de Leibniz y Newton. Hoy, el concepto de tiempo en el que descansaba la modernidad está en crisis, tanto en la física moderna, como en la filosofía y la biología modernas. No hay duda sobre ello. Mi argumento es que el concepto moderno de tiempo jamás tuvo relación con la duración vivida, con el ´para siempre´ del voto matrimonial, por ejemplo, que no significa ´sin fin´, sino ´ahora, totalmente´. En mis cursos, para invitar a mis estudiantes a recobrar algo de la experiencia de un tiempo sin relojes, pido que uno de ellos me haga una señal cuando sea tiempo de una ´pausa-pipi´. Debemos reaprender un tipo de ascesis que nos permita saborear el aquí y el ahora como un lugar, un aquí que está entre nosotros ahora, como el Reino. Eso es una tarea de las más importantes si queremos salvar lo que queda en nosotros del sentido de la significación, de la metáfora, de la carne, de la mirada. Pero es precisamente aquí donde me encuentro en dificultades. El hambre de un sentido del aquí cultivado ascéticamente es muy intenso, y por lo que sé de las oleadas de posmodernismo a las que usted se refiere, podría decir que una sed de vivir de esa manera forma parte de la atmósfera de la época. Este deseo nace de un sentimiento de impotencia inducido por la tecnología en relación con el ahora. Está tomando el lugar del afán de planificarlo todo y de esperarlo todo del futuro que prevalecía en la generación anterior. Pero, para mí, esta hambre tiene un sabor a abdicación, a dejarse ir, a indisciplina. Lo que quiero cultivar en mí mismo y con mis amigos, no es la impotencia, sino la renuncia al poder, una renuncia impregnada por la percepción del aquí y del ahora entre el judío y el samaritano. Quizá Tomás de Aquino pueda ayudarnos a clarificar las cosas. En su tan frágil y única manera –con algunos de mis amigos, creo que el tomismo es como un delicado florero, algo glorioso, pero fácil de romper cuando se le arranca de su época, Tomás dice muy claramente que, para pensar la temporalidad, hay que distinguir, por una parte, entre el tiempo y la eternidad sin comienzo ni fin y, por otra, un tercer tipo de duración que él llama aevum. El aevum designa un tipo de supervivencia y de estar-juntos al que tú y yo estamos destinados. No tiene fin, pero sé que tiene un comienzo, aun si no lo puedo recordar con precisión. ¿Alguna vez le hablé de ese hombre que Gerhart Ladner me hizo amar, Petrus Lombardus? Para ciertos medievalistas ilustra la forma que tomó la esquizofrenia en el medioevo, pero Ladner me hizo más bien apreciar sus magníficas metáforas. Petrus dice que, como personas que vivimos en el aevum, estamos sentados sobre el horizonte. Para él, el horizonte es la línea que nos divide en dos desde la nariz hasta el trasero. Una parte está sentada en el tiempo, la otra en el aevum. Entiendo ésta metáfora como la expresión del tipo de criaturas que somos: vivimos el acto creador de Dios en un ´ahora y para siempre´ contingente, en cada instante. Esto no tiene nada que ver con la moda de un retorno al tiempo cíclico o al ´no-tiempo´, ni con un estado de vigilia vivido como un trance.

David Cayley: Perdona mi insistencia y mi brusquedad, pero quiero seguir empujándote hacia lo que yo creo captar del Nuevo Testamento posResurrección: la idea de que el fin ha empezado y ocurrirá pronto.

Ivan Illich: Conozco tu afición por esos tipos que confían en que la luz aparecerá pronto en este mañana, y si no mañana, pasado mañana. Pero, por otra parte, ¡qué privilegio es vivir en un tiempo en el que nuestra esperanza ha perdido sus calendarios seglares y sus andamios relojeros! Estamos en el tiempo de la esperanza sin andamios.

David Cayley: He leído recientemente en la Epístola de Santiago que el que duda o vacila es como el mar que las olas levantan y agitan. No tendrá amigos en el Señor, porque su alma está dividida, como si tuviera dos espíritus separados. Quizá no sepa interpretar lo que leí, pero pienso que, considerando las circunstancias en las que crecí, tendría suerte si sólo tuviera dos espíritus.

Ivan Illich: Esto tiene que ver con lo que Aelred [1110-1067 aprox.] dice de la amistad. Lo que pasa entre el judío y el samaritano es una semilla. Al crecer, será golpeada por los vientos y, si el tallo se rompe, nunca florecerá. A lo que tenemos que aferrarnos es a la semilla. El que no todas las amistades sean bellas ni gloriosas ni desarrolladas, eso lo dejo a los psicólogos. La fe, en su raíz, es un don que requiere fe en mi propia fe. Se le puede, en sus manifestaciones, burlar de manera terrible. Y, si entiendo bien a Santiago, no debo gloriarme de sobrevivir a mis dudas. En vez de ello, debo preservar la raíz profunda en el corazón, humildemente, en la renuncia a todo poder. Así sucede con el amor y la caridad. Son dones sobrenaturales. La dificultad es que 90 % de las personas a las que tengo la oportunidad de dirigirme dirían: “¡Por Dios!, ¿Qué significa ahora todo eso?”. Y sin embargo, creo que hay cada vez más gente capaz de entenderme cuando hablo de dones que son como semillas, más allá de lo que ocurrirá con ellos histórica o biográficamente. El Apocalipsis es el momento en el que el sentido de mi propia vida me será revelado. Es algo totalmente diferente de una autobiografía o, peor, de una biografía. Hubo un tiempo en que los hagiógrafos trataban de captar esta misteriosa historicidad de toda vida. Ahora, todo el mundo está demasiado infectado de psicología para poder captar el lado carnal de lo que ocurre aquí entre tú y yo. O, a fortiori, en esta esperanza sin andamios.

David Cayley: Hace rato, hablabas de la tolerancia de Dios por el carácter mundano de su Iglesia, y decías que ibas a volver sobre esa palabra.

Ivan Illich: Sí, usé esa palabra. Una hora más tarde, ya no estoy seguro de que debía decir Dios es tolerante, Dios es misericordioso. Pero la misericordia es algo increíblemente difícil de explicar hoy en día. Las lenguas semíticas tienen para ello una palabra que viene de la raíz ´raham´. Si buscas su etimología, verás que está asociada con la matriz y la naturaleza. La matriz en estado de amor, es lo que significa la palabra ´raham´. Los Setenta rabinos que tradujeron la Biblia al griego tuvieron muchas dificultades en encontrar un equivalente no semítico, griego, y escogieron la palabra ´eleos´, teñida de sentido de piedad, hasta para los griegos. Eleos es algo que Platón, en un magnífico pasaje, juzga aceptable entre las mujeres y los niños, pero no en los hombres maduros. Y Aristóteles lo enmienda así: “[…] al menos que esos hombres actúen como abogados tratando de inducir piedad por el acusado en el jurado”. ´Alms´, ´alms-giving´ es la manera inglesa, ´aumône´ la manera francesa y ´limosna´ la manera castellana de decir eleos. En inglés, la palabra sobrevive también en el adjetivo eleemoninary, derivado de un término griego latinizado. Cuando hablaba de la tolerancia de Dios, quería en realidad hablar de su ´raham´. Cinco veces al día, un buen musulmán se postra en dirección de la Meca, solo, o con otros, frente a Alá. Y en la primera frase de su oración, la palabra ´raham´ aparece dos veces. Después de todo lo que dijimos hoy yo, al menos, estoy muy sorprendido. Es como si hubiera fantaseado en dudas que me abofeteaban: ¿se puede creer en Alguien capaz de crear el revoltijo que te describí? El llamar a Dios misericordioso apunta al misterio de que sigue existiendo. Después de todo, es lo que los ingleses llaman ´sweat sorrow´, la dulce tristeza: ¿es posible que alguien que me conoce como Él sólo me conoce sea capaz de soportarme? Creerlo es dulce, porque allí pueden crecer la fe, la esperanza y la caridad. Hoy se habla de autoaceptación, de aceptación de sí mismo. Pero no necesito ningún ´sí´ o ´mí´ mismo para hacer el esfuerzo de aceptar que Él me soporta.

David Cayley: ¿Puedo concluir que, como lo entiendo, el misterio del mal –la Biblia de Jerusalén habla del misterio de la iniquidad– es precisamente la decadencia de la Iglesia, la creación de la ´religión´ cristiana?

Ivan Illich: Sí, son la verdad y la caridad instrumentalizadas o mantenidas instrumentalmente… máquinas para su instrumentalización y mantenimiento instrumental.

David Cayley: ¿No piensas que, al interpretarlas como lo hace, te tomas libertades con las intenciones de Pablo cuando escribía a los Tesalonicenses?

Ivan Illich: No, no creo tomarme tales libertades.

Notas:

[1] Texto disponible en línea

[2] En este pasaje, podría advertirse la posición heterodoxa de Illich que conduce al gnosticismo y, de esa manera, a posturas afines al anarquismo. La clave es el anarco-gnosticismo.//

{Descarga Obras reunidas Ivan Illich}

Ivan Illich. Los ríos al norte del futuro. Parte I

La era de los sistemas [1]

Una conversación entre Ivan Illich y David Cayley {Traducción de Javier Sicilia}

Comentario: Durante varios años, Ivan Illich se reunió a conversar con David Cayley. Después de su muerte, Cayley editó y publicó aquellas conversaciones bajo el título de un poema de Paul Celan: The Rivers North of the Future (House of Anansi Press, Inc., Toronto, 2005). De ellas hemos elegido la que le dedicó a ´la era de los sistemas´, como Illich definió la era que comenzó con el nacimiento de la computadora. La traducción de Javier Sicilia no está hecha de la edición en inglés sino de la traducción que Daniel De Bruycker y Jean Robert hicieron para Francia.

En uno de nuestros diálogos anteriores hablé de la idea de que la era instrumental o de las técnicas concluyó en el transcurso de los últimos veinte años. Podemos encontrar el germen antes, en la visión de la ´máquina universal´ de Alain Turing -aunque ella sólo aparece en su plenitud con la guerra del Golfo, esa guerra informatizada que mostró a los hombres, a la vez, su perfecta impotencia y su gran apego a las pantallas. [2]

Cuando hablo del fin de una era no excluyo que ella se prolongue en la historia. Siempre las eras se encabalgan un poco. Así, al presentarlo como un estadio anticipado, incluso como el último en la evolución de la sociedad tecnológica, lo que de hecho es radicalmente nuevo, y al llamar ´máquina´ a la función matemática que con brillantez analizó, Turing creó un puente entre la nueva era y la que llega a su fin.

Muchos grandes pensadores cayeron en una trampa semejante. En la Edad Media, en los inicios de la era tecnológica, Hugo de San Víctor y Theophilus Presbyter, los primeros en concebir los instrumentos de diversos oficios como distintos de la mano de los artesanos que los manejaban, no se percataron de la novedad absoluta de esa otra creación inédita    –la noción general de las herramientas como medios de producción.

El ser que nació con Hugo ahora se ha acabado porque la computadora no puede concebirse como una herramienta. Para emplear una herramienta debo imaginarme como distinto de ella; debo saber también que puedo tomarla o dejarla, emplearla o no. Incluso una máquina tan moderna como el automóvil es todavía un aparato que para hacerlo arrancar debo dar vuelta una llave. Se podría objetar que un automóvil no puede rodar sin un sistema carretero (aunque me haya sucedido conducir un jeep en pleno desierto), y sin lugar a dudas un Ford T estaba más cerca de un simple martillo que de los actuales modelos japoneses que evocan más una especie de ´software´ y que ´giran´ en la ´máquina´ constituida por carreteras, tribunales, policías y servicios hospitalarios de urgencias. Pero todo esto no quiere decir que frente a un automóvil no pueda todavía imaginar una distancia, una exterioridad entre él y yo. Esa distancia se vuelve pura ilusión cuando creo un macro con WordPerfect para clasificar mis notas a pie de página. Convertido en usuario y en parte del sistema, no puedo considerar mi relación con esa caja gris como Theophius Presbyter lo hacía con un formón.

De ahí la distinción que de entrada establezco entre la sociedad vista a la luz –y a la sombra– de las herramientas todavía distintas de quien las utiliza, y la sociedad de sistemas hacia la que levamos anclas.

Tomemos, por ejemplo, un acontecimiento en el orden del lenguaje: la proliferación en el transcurso de los últimos quince años de esos anuncios expertos –sobre los efectos de la ingestión de cerveza, de fumar tabaco y sabe Dios qué otros– que nos inundan con instrucciones y consejos transmitidos no bajo la forma de frases, sino de íconos. Por íconos no entiendo, claro está, las imágenes sagradas, sino esos innumerables buriles que día con día substituyen al lenguaje. Hablo del empleo de imágenes como argumentos. La curva demográfica es el ícono de algo en movimiento que hoy en día sabemos que no es estable y de la que a expensas nuestras hemos aprendido que, en cierta forma, se nos escapa a través de medidas de control de la natalidad tan detestables que preferimos callarlas. Nombrar esa curva es un acto de sumisión al experto, al especialista que estableció la estadística.

Un ícono –que represente la curva de la población u otra realidad administrativa– es un marco, elegido no por mí, sino por otro para mí. No es el caso de una frase. Mediante esa libertad singularmente hermosa e inherente al lenguaje que impone a mi interlocutor esperar con paciencia que rumie esas palabras en mi boca, mis frases siempre pueden romper el marco que tú quieres imponerles.

El icono, en cambio, fija de súbito lo que evoca, produciendo una parálisis visual que inmediatamente se interioriza. Mientras que ´poblar´ es, en español, algo que se realiza en una cama, entre dos, y en inglés antiguo se podía todavía ´poblar´ un territorio, en el sentido activo, lo que designa la curva de población nada tiene que ver con las relaciones carnales. Esa palabra es una prisión, una camisa de fuerza fabricada por expertos incontestables. Y lo que se llama instrucción, sobre todo en la enseñanza superior –en diez años en Penn State pude medirlo con espanto–, es una camisa de fuerza tal que bajo ella el estudiante se transforma en un orgulloso intelectual que se abstendrá de cualquier palabra que pueda reemplazarse por una imagen.

La representación visual, icónica, determina la palabra al grado que ya no se puede pronunciar una sin evocar inmediatamente la otra. Mi amigo Uwe Pörksen, en un reciente libro, llama a esos íconos visiotipos: formas elementales de interacción social que, a la inversa de las palabras, no permiten formular una frase.[3] Me explico. Al verbo que une al sujeto con el predicado (u objeto) de la frase se le llama cópula, una palabra maravillosamente carnal que análoga al sujeto y al objeto de la frase con los jugueteos de una pareja. Los visiotipos no mantienen una relación así con ningún predicado. Son entidades fijas, estáticas, que escapan a la relatividad de las palabras.

En términos lingüísticos, son estereotipos connotativos, análogos, en ese sentido, a esos elementos sonoros a los que Pörksen consagraba su libro precedente sobre las ´palabras-plásticas´.[4] Son términos muy respetados, poco numerosos, idénticos en todas las lenguas modernas, que tienen innumerables connotaciones, pero que no denotan por ellos mismos nada claro ni preciso. En eso se corresponden con los ´visiotipos´ y son sus únicos equivalentes verbales posibles ahí en donde las palabras comunes y corrientes no se aplican y en donde cualquier tentativa en este sentido sólo engendra confusión. Esas ´palabras-amibas´, como prefiero llamarlas, sólo pertenecen al campo del conocimiento personal.[5] Me integran, pero no puedo integrarlas a lo que verdaderamente sé.

El otro día, a propósito de la aparición de los anuncios de espacios virtuales recordaba, para divertirnos, que en los quioscos de los bulevares parisinos había estereoscopios que permitían echar una mirada a la ´mercancía´ de los burdeles vía el espacio virtual creado por dos cámaras que tenían la separación de cuatro veces la distancia entre nuestros dos ojos para acentuar el realismo de la reproducción de las carnes (los primeros y últimos planos eran borrosos) y hacer más atractiva la invitación a los parroquianos a ir a buscar aquello que, fatalmente, los engañaba. Tomo este ejemplo del excelente análisis de Jonathan Crary sobre la invasión de los espacios virtuales en la vida cotidiana.[6]

En él nos muestra que en el transcurso de los años setenta los espacios virtuales se generalizaron. Sin embargo, si tomamos en cuenta la historia del cuerpo, en particular la de la visualización del interior del útero de la mujer encinta, podemos descubrir una gran difusión de esos espacios treinta o cuarenta años antes.

Agregaría que cada vez que vemos un ´visiotipo´ dejamos que la virtualidad de la que es portador nos contamine. Empleo a propósito esta palabra, pues nuestras conversaciones responden también a nuestra voluntad de atravesar este mundo con un mínimo de contaminación de nuestra carne, sin hablar de nuestros ojos ni de nuestra palabra, y de ser conscientes de la dificultad de llegar a él. La lengua –tanto mi lengua interior silenciosa como la lengua pública en la que converso con otros– está amenazada por la virtualidad de esa manipulación, masivamente visual, de mis pensamientos. Y tengo la obligación de defender mis sentidos para que ese mundo de ´visiotipos´ no los atrape si no quiero, bajo su bombardeo sabiamente programado, comenzar a verme como un homo transportandus o un homo educandus, un hombre en espera de un medio de transporte o de instrucción.

Tengo que hacer aquí una pequeña digresión a propósito de la historia de las técnicas, que erigió en lugar común la idea de que la gente toma de sus herramientas la imagen que tiene de sí misma y su concepción de la sociedad. En la Edad Media, en el estadio preindustrial, la idea de las tools of the trade, ´herramental del oficio´, fue una condición previa para la formación de guildas. Pensemos en la influencia del tema marxista de los ´medios de producción´ de 1850 a la Segunda Guerra Mundial, en la importancia del reloj y de la caja de música mecánica a finales del Barroco, o también en la época del reloj público en un campanario y del reloj de péndulo en un salón; después, en la época del reloj de bolsillo. El evidente impacto de esos aparatos sobre los modos de pensamiento acreditaría la idea de que toda nueva herramienta entraña cambios en nuestra concepción de nosotros mismos y de nuestras instituciones sociales.

Sin embargo, la noción general de herramienta debe presentarse antes de que los efectos de alguna herramienta puedan percibirse y admitirse. También vale la pena examinar la posibilidad de que la relación entre técnicas y conceptos pueda ser inversa a lo que actualmente suponen los historiadores. Así, las tentativas para poner a punto la visión estereoscópica preceden en veinte años a la fotografía que después actualiza la idea y hace entrar al estereoscopio en los hogares, pero de ninguna forma está en el origen.

No creas que estas son cuestiones muy lejanas o académicas. En 1926, por ejemplo, la American Educational Association afirmaba que, al igual que una biblioteca de por lo menos setecientas series de imágenes sobre temas como los dioses griegos o la química es una biblioteca de buen nivel, una escuela norteamericana no puede pretender ser una buena escuela si no dispone por lo menos de tantos estereoscopios como alumnos tenga en su clase más numerosa, de tal suerte que todos los niños, hasta los más pobres, puedan descubrir la realidad a través de esa ventana. ¿Qué relación hay en esto? Que el deseo de alcanzar cierto objetivo precede con frecuencia, me parece que en una o dos generaciones, a la creación de la herramienta correspondiente.

Volvamos a nuestro tema principal. Hay dos maneras diferentes y, creo, irreconciliables de interpretar el actual atolladero. En mis escritos de los años sesenta y setenta, evocaba la modernización o profesionalización del cliente, buscando mostrar cómo este forma su percepción de sí mismo interiorizando, por ejemplo y para decirlo rápidamente, el sistema escolar. Nos clasificamos y nos dejamos clasificar por otros en función del punto de la curva que hemos obtenido. De igual manera se interioriza la necesidad de salud y de cuidados afirmando el derecho al diagnóstico, a los analgésicos, a los cuidados preventivos y a una muerte medicalizada. También, una vez interiorizado el automóvil, trabamos nuestros propios pies y tomamos el volante para ir hasta el supermercado.

Después, en los años ochenta, al comprender que la gente estaba más absorbida o integrada al sistema de lo que al principio vi, evolucioné hacia otro punto de vista. No era una sutileza. Un estudiante que triunfa como un individuo que ha ingerido los postulados del sistema educativo, se reconoce como un productor-consumidor de saber –un ciudadano, de alguna manera consciente de ese privilegio y capaz, reivindicando ese derecho, de justificar que ese sistema se extienda a todos. El que se dejó inocular la necesidad de aliviar su dolor, de escapar a las anomalías físicas y de prolongar su vida, se veía al menos como portador, en sus relaciones con las grandes instituciones, de la idea de que podía servirse de ellas para la satisfacción de sus propios sueños o necesidades. Pero ¿qué será de aquel que ha sido ingerido por completo por el mundo concebido como sistema, representado o vuelto presente en su imaginación a través de una secuencia discontinua pero seductora de ´visiotipos´? Para ese, la opción de un compromiso político y el léxico de necesidades y derechos que tuvo su auge en los años sesenta y setenta pierden pertinencia. Todo lo que podemos esperar es que nos deshagamos de esos glitches –me parece que así se les llama en la teoría de la comunicación– o adaptar de manera más flexible las entradas y las salidas.

En los años sesenta se podía hablar en términos plausibles de ´la secularización de la esperanza´. La sociedad perfecta, el futuro ideal, el más allá del horizonte despertaban un deseo. La gente se sentía todavía parte de un poder. Pero sin esta apertura, hablar de una responsabilidad histórica o moral no rima con nada. Esa responsabilidad solo se extiende a aquello sobre lo que tengo de una u otra forma poder. El discurso de los años sesenta reflejaba la fe de la gente –aunque fuera puro cuento– en el poder de las instituciones y en su propia capacidad de participar en ellas. Los que estaban investidos de un poder podían todavía experimentar una fe secularizada en el desarrollo, el mejoramiento, el progreso.

En esta nueva era, por el contrario, el tipo humano –estos últimos años he visto muchos– es un individuo que, cogido por uno de esos tentáculos del sistema social, ha sido tragado por él. ¿Cómo podría participar todavía del advenimiento de alguna esperanza? Sorbido por el sistema se mira como un subsistema –con frecuencia como un sistema inmune, es decir, apto para mantener un equilibrio provisional a través de cualquier cambio en su entorno. Y cuando un hombre así busca expresar su conciencia de sí, es atroz escuchar su extravagante discurso sobre la vida como un subsistema capaz de optimizar su entorno inmediato (ahí reconocemos la hipótesis Gaya).[7]

Tratemos de simplificar. Tú [David Cayley] tienes hijos y un día me confesaste que te costaba mucho trabajo comprender qué les atrae tanto de la ropa de marca: ¿por qué llevar una camisa con un ícono? Creo que es una manera poética mediante la cual la persona quiere significar que el sistema se la ha tragado, que necesita un ícono que pueda tocar cuando quiere obtener algo, aunque sea la atención de otros. Eso es precisamente lo que debo comprender si quiero practicar, sobrepasando a Buber, la relación Yo-Tú[8]: hacerle frente, estar delante de tu pupila, de la propia visión de mí mismo que tú tienes, que me hace real –esta relación, de la que quiero plantear el fundamento intelectual de una práctica ascética que la estimule. Por supuesto, se trata de un par de canales distintos a los del filántropo romántico de otrora, a los del social demócrata de hace poco o a los de los ecologistas de antaño, para quienes el ego no se definía mediante un ícono. Necesitamos enfrentarnos hoy en día con el hombre de nuestro tiempo, del género que coloca un ícono en su pecho y afirma perentoriamente: “Heme aquí, soy yo”.

Al evocar así los íconos modernos, concluyo mi búsqueda, a veces balbuceante, de la iconosepsis en Occidente, de la duda y la vacilación frente a las imágenes en las que mi mirada podría zozobrar.[9] En esta historia, la legitimación de la incondulia, de la devoción a los santos íconos me parece un avance; me permite excavar en la eternidad para descubrir en ella la verdad última bajo los rasgos de un cuerpo vivo más allá del umbral de una imagen. Pero la incondulia [´idolatría´] nunca impide vigilar al mismo tiempo la mirada.

La proscripción de las imágenes en el judaísmo y en el Islam –como yo la entiendo– quiere impedir que el rostro se vuelva una imagen al que mires como una fotografía fija. Quiere que permanezca constantemente vulnerado a lo que el acto de mirarlo en persona me revelará de mí mismo, arrancándome de todas las ilusiones, consuelos y otras fantasías que no me ayudan a vivir conmigo mismo en este momento e invitándome a buscarme a través de lo que sus ojos me hacen descubrir.

Con la mecanización de la imagen por la fotografía un nuevo y mayor paso se ha franqueado en relación con la terrible amenaza que la imaginería, en particular la del rostro humano, hace pesar sobre nuestra presencia mutua y la capacidad que cada uno tiene de descubrirse enfrentando al otro. A fuerza de ver fotografías en todas partes nos olvidamos de cuánto la imagen interfiere con esa mirada fundamental e insondable que abraza varios niveles simultáneamente –hasta el más allá en el creyente.

Sin tomar en cuenta todo lo demás, al concebir la mirada bajo el modelo del camascopio [cámara de video], la imagen satelital de la tierra se admite como una vista real –como si ella fuera un punto de vista humanamente posible. La costumbre de ver bajo nuestros ojos cosas que por naturaleza no son del orden de lo visible –ya sea por su ínfima talla, más pequeña que la longitud de onda de la luz roja; ya sea porque, por más que veamos, permanecen ocultas bajo la piel: como el latido de mi corazón–; el reconocimiento visual de nociones abstractas como la representación de cantidades o el pretendido genoma, con sus implicaciones de comando y de control… y así sucesivamente, nos hacen perder la costumbre diaria de posar nuestra mirada sobre lo que cae en nuestros ojos.

Entonces sí. La iconoscepsis y el mandamiento de ´no te harás imagen…´[10], de la gente del desierto, judíos o musulmanes, son contrafuertes necesarios a ese desafío único, a ese nuevo campo que la Encarnación y mi fe en ella abren al amor –pues es la realización de ese potencial el que está amenazado de muerte cuando los niños aprenden de las escuelas a comprender y utilizar sus ojos como un camascopio. Entramos en eso que llamaría una sociedad amortal.

A título de ejemplo abriría una computadora y le mostraría lo que significa el ´aplastamiento´ de un estado de datos. Lo llevaría a una unidad de cuidados intensivos, en el momento en que el encefalograma que parpadea encima del paciente se vuelve plano. O bien, lo llevaría a ver ese cartel publicitario, que nos chocó tanto a mí y a muchos amigos, sobre la orilla de la carretera de Claremont a Los Ángeles en el que se ven las ondas de un encefalograma, luego la señal plana y, por último, en grandes letras, el nombre de una compañía aseguradora. Nada de todo eso evoca la muerte, porque morir es un verbo intransitivo, es algo que puedo hacer, como caminar, pensar o hablar. No puedo ser morido; puedo solamente ser asesinado; por poco que eso me deje algunos segundos o minutos, puedo consagrarlos para despedirme de la vida.

Cada sociedad tiene su arte de morir. Esta mañana, justo antes de que usted llegara, una mexicana vino a contarme de su pobre hermana que no puede morir porque, aunque se encuentra en agonía, tres de sus nueve hijos se rehúsan a dejarla ir. Ella recuerda el día en que le dijo a su padre: “Papá, puedes irte en paz, yo me ocuparé de mamá”. Después de eso les dijo a sus dos hermanos que no se metieran y su padre murió. Me lo dijo de manera admirable, con el rostro iluminado. “Sí –le respondí– hay que tomarlo como modelo”. Siempre es posible, incluso en el marco de supuestos sistémicos. Todo sigue siendo posible, aún una sociedad (si esa es la palabra) edificada en términos de reacciones a programas, sin separación entre subsistemas inmunes y su funcionamiento global, que evacúe la mortalidad.

La mortalidad no se confunde con un sistema inmune portador de una probabilidad de sobrevivencia limitada, o todavía no ´aplastada´. Quien se ha inculcado el hábito de una conducta virtuosa hasta el grado de que vivir ´bien´ se vuelve en él una segunda naturaleza, ese integra a su conducta la idea de la muerte como, por ejemplo, el paso del umbral que lleva al mundo de los ancestros o al reino de Cristo en el más allá (Philippe Ariès, en su libro sobre las maneras de morir, evoca magníficamente las prácticas que se observan en diversas partes del mundo[11]).

Pero un hombre que constantemente se administra como un sistema se encuentra por completo impotente frente al hecho de saber que su vida va a concluir. Esa condición de amortalidad se refleja en el llamado dirigido a los médicos de hacerse ejecutores de grandes obras. Si un servicio así se articulara, te imaginas el formidable certificado de impotencia nacional que se crearía. Hay en el armario de cualquier ama de casa toda suerte de medios muy eficaces para irse; tenemos al alcance de la mano más venenos que nunca, y ahí está la Hemlock Society para enseñarnos cómo usarlos.[12] No promuevo el suicidio: lo que digo es que la idea de institucionalizarlo, rehusándole al individuo la aptitud para hacerse cargo de ello, es el reconocimiento de una impotencia nacional que casi sobrepasa el entendimiento.

La profesión médica se ha vuelto una fábrica que fabrica cuerpos medicalizados a expensas del contribuyente, y el que a los médicos se les llame para ser prescriptores de muerte para sus pacientes revela de manera más clara que nunca su perversidad. Cada sociedad ha tenido sus curanderos, con aptitudes específicas variables. La mayoría distinguía hasta una docena de tipos de especialistas –como en este pueblo [Ocotepec], donde diversos ancianos y ancianas representan papeles que corresponden a lo que llamaríamos la salud. La misión de todos ellos era permitir al paciente soportar el sufrimiento y dirigirse de manera más o menos apacible hacia la muerte. Descubrí, por ejemplo, que durante la peste de Bolonia fueron los fabricantes de candelas y los mercaderes de esencias los que procuraron lo que se necesitaba para morir dignamente.

La idea que aparece en el médico de matar a sus pacientes bajo demanda es monstruosa, pero se explica fácilmente. En cierto momento, y con el sostenimiento de nuestras instituciones más venerables, en particular religiosas, el médico deja de sanar a un paciente para tomar a su cargo la vida humana. Intenté demostrar en Némesis médica que ese movimiento inició a mediados del siglo XIX. En esa época se muestra al médico, con la nueva jeringa hipodérmica e intravenosa en la mano, afrontando la muerte en un combate singular. Encontré incluso una imagen en donde ésta, bajo los rasgos de un esqueleto, se hace lanzar a la calle. Desde ese momento, el médico se volvió un administrador de la vida. Al final se vuelve completamente natural llamar a ese productor de cuerpos medicalizados para que acuda como ejecutor.

En una carta que pronto se publicará,[13] escrita a una religiosa que conocía desde que era adolescente –hoy ya mayor y superiora de una admirable comunidad contemplativa–, evocaba a una mujer, a una amiga, que me había confesado su proyecto de poner fin a su vida. Se había preparado para el invierno siguiente e incluso había elegido el lugar, al pie de un árbol. Aunque alcohólica, su vitalidad y su lucidez estaban intactas. “Ivan –me dijo–, usted es químico, usted conoce de eso.[14] Dígame qué veneno emplear”. Era una mujer obstinada, créeme, no había manera de discutir con ella. Lo único que pude hacer es devolverla a sí misma. Pero lamento, escribía a mi amiga religiosa, no haber ido a comprar una botella de Johnnie Walker Black Label, su marca de whisky favorita, y dejarla a la entrada de su casa en señal de que lo que me había dicho no era obstáculo para nuestra amistad, como seguramente lo creyó al ver mi expresión.

Me rehúso a dar mi consentimiento al suicidio de cualquiera, pero tres veces al menos en mi vida he tenido que decir a gente muy diferente –como sólo puede encontrarse en una vida como la mía–, “Yo no te abriré la ventana, pero estaré a tu lado”. No ayudar, sino acompañar. Esa es una posición que a los miembros de nuestra encantadora sociedad les cuesta un trabajo de los mil diablos admitir.

Recientemente tuve la demostración de la dificultad de creer que un hombre como yo pudiera abstenerse de juzgar el suicidio de un amigo. Insertar en ello los signos de la traición me parece que está más allá de mi competencia.

Para concluir con esos cuerpos medicalizados. La producción y el suministro a los miembros de la sociedad de dicho cuerpo son un aspecto de esa evacuación del sentido del bien, del mal y de lo que nos conviene a nosotros mismos y a nuestro equilibrio humoral interno, progresivamente reemplazado –ya lo he puesto en evidencia como uno de los signos de la modernidad– por el registro de valores. El cuerpo medicalizado se define por un conjunto de valores positivos o negativos medidos en relación con un punto cero que se fijó de manera abstracta. Se evalúa. Basta ver cómo los pacientes de un hospital viven sus propios diagramas: preguntan, “Doctor, ¿cómo está hoy mi presión arterial?”, y ya no ¿cómo se sienten hoy? Algo fundamental se pierde cuando me escruto en relación con esos valores en lugar de sentirme como un nudo de sufrimientos, semiimpotente, agotado, pero soportando todo eso. ¿Por qué y cómo debo soportarlo? Diversos mundos pasados han respondido a ello a su manera. El mío habla de una cruz que debo llevar. Esta cruz no deja de ser algo malo, aun cuando yo la lleve. Pero como lo dijimos en nuestro primer encuentro, ella está de alguna forma y paradójicamente glorificada por la creencia de que Dios se hizo hombre con el fin de llevarla. No la gloria del in hoc signo vinces de Constantino en donde la cruz se volvió un instrumento de poder, sino la cruz como un emblema de vergüenza y derrota que el Hijo de Dios decidió llevar.[15]

Al hablar del mal he dicho que una dimensión totalmente inaudita del mal surgió con la posibilidad del pecado que es la traición de un amor nuevo y libre [que llegó con la encarnación y la prédica de Jesús]. Impedir al hombre hacerse cargo de su cuerpo es para mí un mal de ese orden. Sin embargo, el que sólo razona en términos de valores no puede verlo así, bajo el ángulo del pecado. De esa manera, pensar el cuerpo como un sistema o un subsistema oculta el pecado.

Notas:

[1] Texto disponible en línea Le hice modificaciones mínimas con el objetivo de facilitar su lectura. Advertirán que existen párrafos o frases un poco ambiguas. Tal vez se deba a la traducción, tal vez remitan al texto original.

[2] Alan Mathison Turing (1912-1954), matemático y lógico británico introdujo en un artículo publicado en 1936 el concepto de un aparato de cálculo teórico, la “máquina de estados discretos”, conocida más tarde como la “máquina de Turing”; ésta es el origen del desarrollo de la inteligencia artificial. [Nota del Editor].

[3] Weltmarkt der Bilder: Eine Philosophie der Visiontype (El mercado mundial de las imágenes: filosofía de los visiotipos), Klett-Cotta, Stuttgart, 1997. [Nota del Editor]

[4] Plastikwörter, Lett-Cotta, Stuttgart, 1997. Illich en otra parte da como ejemplos las palabras ´sexualidad´, ´crisis´ o “información”. [Nota del Editor]

[5] Amiba: célula rudimentaria y primitiva con alta capacidad de contagio como si se tratara de un parásito. [Nota del Editor secundario]

[6] Techniques of the Observer: On vision and Modernity in the Nineteenth Century, MIT Press, Cambridge, 1990. [Nota del Editor]

[7] La hipótesis Gaya, propuesta por el investigador británico James Lovelock en Gaia: A New Look at Life on Earth (Oxford University Press, 1979), concibe la vida terrestre en su conjunto como un sistema homeostático o autorregulado. [Nota del Editor]

[8] El filósofo judío alemán Martín Buber (1878-1965) distingue en Yo y Tú la libre relación interpersonal “Yo-Tú” de la relación interesada o instrumental “Yo-Eso”. [Nota del Traductor]

[9] Iconosepsis: refiere de manera figurada a la contaminación provocada por imágenes que son copias de imágenes al infinito. En los párrafos subsiguientes, la traducción incluye el término iconoscepsis, referido a la prohibición de las imágenes. Es posible que se trate del término elegido por Illich para ambos casos y mal transcripto por el traductor. [Nota del Editor secundario]

[10] En la versión disponible de este texto, aparece primero iconosepsis (saturación de imágenes) y luego iconoscepsis (prohibición de imágenes). Puede tratarse de un error de tipeo en el primer caso, aunque al no disponer del texto primario resulta difícil elucubrar. [Nota del Editor secundario]

[11] L’homme devant la morte, Seuil, col. Points historiques, París, 1985. [Nota del Editor]

[12] La Association Cigüe, que milita para la legislación del derecho al suicidio. [Nota del Editor]

[13] “Longevité posthume (Epiphanie, 1989)”, en La perte des sens, Fayard, 2004. [Nota del Editor]

[14] Illich estudió química en su juventud. [Nota del Editor]

[15] “Con este signo vencerás”. El historiador Eusebio cuenta que cuando el emperador Constantino fue a combatir a Maxence, una cruz en el aire se apareció a su ejército con esas palabras. Constantino fue el primer emperador romano que se convirtió al cristianismo y preparó su establecimiento como religión oficial del Imperio. [Nota del Editor]  ////

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Acerca de las entrevistas de David Cayley a Ivan Illich [1997-2002]

LAS ENTREVISTAS DE CAYLEY A ILLICH

Jon Igelmo Zaldívar [1]

A la bibliografía de Ivan Illich es necesario añadir una serie de trabajos que, por lo general, han pasado desapercibidos para quienes desde la pedagogía han realizado recientes acercamientos al pensamiento de este autor. Se trata tres series de programas emitidos en la radio canadiense CBC en 1988, 1989 y 2000, y dos libros publicados por la editorial Anansi en 1992 y 2005. Estos trabajos son el resultado de las entrevistas que el periodista canadiense David Cayley mantuvo con Illich en los años ochenta y noventa.

Illich y Cayley coincidieron por primera vez en el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) de Cuernavaca, México, en 1969. Para entonces Cayley había vivido una experiencia agridulce como profesor voluntario de una escuela en la isla de Borneo, dentro del programa de ayuda al desarrollo de la Canadian University Service Overseas. De ahí que los textos que en ese tiempo estaba publicando Illich en relación a la crítica a las instituciones educativas modernas, y que formaron parte de su libro La sociedad desescolarizada (1971), llamaran la atención de Cayley.

Después de aquel primer encuentro en México, Cayley dio seguimiento a los trabajos que fue publicando Illich en los años posteriores. Ya en 1987 supo iba dar una conferencia sobre oralidad y alfabetismo en Toronto. Para esta reunión académica se habían citado investigadores de la escuela de Milman Parry, Harold Innis, Marshall McLuhan o Walter Ong. El propio Eric Havelock participaba en este evento académico con una disertación de la relación entre los modos de conocimiento, la oralidad y la escritura. Por aquel entonces Illich estaba trabajando junto con Barry Sanders en su libro ABC: The Alphabetization of the Popular Mind (1988). Cayley, por su parte, fue a cubrir el evento para el programa de radio Ideas de la CBC.

Al parecer, quienes organizaban este encuentro habían pedido a los asistentes grabar una entrevista con Cayley para un monográfico especial que llevaría por título “Literacy: The Medium and the Message.” Cayley buscó a Illich en el vestíbulo del hotel en que se hospedaba antes de que comenzara su conferencia, y éste le contestó que a pesar de que le estaba pidiendo algo que iba en contra de la decisión que había tomado de no volver a conceder entrevistas a la prensa tras el cierre del CIDOC en 1976, iba a aceptar en esta ocasión realizar una entrevista en deferencia a quienes le habían invitado a la conferencia.

En un momento de la entrevista Illich y Cayley se dejaron llevar por una animada conversación sobre algunas de las ideas que Illich había trabajado en relación a la educación en su libro La sociedad desescolarizada. Cayley comentó que sus hijos nunca habían ido a la escuela. También le dijo que cuando supo de su llegada a Toronto se le había pasado por la mente llevar a cabo una serie de grabaciones en relación a las tesis que en torno al tema de la educación y las instituciones modernas habían presentado en sus trabajos años atrás. Y que todavía mantenía la intención de llevar a cabo este proyecto.

La respuesta afirmativa de Illich respecto a la propuesta plateada por Cayley no llegó hasta siete meses después. Si bien, no fue hasta septiembre de 1988 que acordaron la primera cita. Cayley se desplazó al State College en Pensilvania donde Illich impartía algunos seminarios, al tiempo que trabajaba en su casa junto con un grupo de estrechos colaboradores. En los descansos de estos encuentros fue cuando Cayley entrevistó a Illich. Se reunieron dos horas al día durante ocho jornadas seguidas. Un año después, en 1989, con todo el material grabado Cayley editó y lanzó cuatro programas de radio para la CBC titulados “Part Moon, Part Travelling Salesman: Conversations with Ivan Illich.”

Sobre el resultado de este proyecto Illich nunca mostró mucho interés. Parece ser que nunca llegó a escuchar las grabaciones. Si bien, un cercano colaborador suyo, Lee Hoinacki, pidió a Cayley una cinta para poder escuchar el trabajo final. Al escucharlas Hoinacki pensó que las entrevistas eran un material de bastante interés y que su transcripción y edición podrían servir de complemento a los trabajos anteriores de Illich. En consecuencia, y con el permiso de Illich, Cayley y Hoinacki trabajaron en la edición del libro Ivan Illich in Conversation que fue publicado en 1992 por la editorial Anansi.

En este libro, guiado por el esquema de trabajo trazado por Cayley para las entrevistas de la radio, Illich repasó las principales tesis que fueron apareciendo en los textos que había publicado a lo largo de su vida. Con cierta reticencia volvió a los tiempos del CIDOC y revisó lo entonces planteado a la sombra de los cambios que acontecieron posteriormente a nivel mundial. Regresó a La sociedad desescolariza (1971), La convivencialidad (1973), Energía y Equidad (1973) y Némesis Médica (1975), para contextualizar las que fueron sus intenciones, aspiraciones e intuiciones en aquellos años. Se desdijo también de algunos de sus postulados. Aportó, finalmente, una interesante narración de las influencias académicas y experiencias vitales que marcaron las tesis de sus principales panfletos, al tiempo que repasó las anécdotas, encuentros y debates que entonces mantuvo con algunos renombrados intelectuales del momento, es el caso de Paulo Freire, Jacques Maritain, Erich Fromm, Leopold Kohr, Paul Goodman, Everett Reimer, Philippe Ariès, John Holt, Hélder Câmara o Michel Foucault.

No obstante, al finalizar este trabajo para la radio en 1989 Cayley quedó profundamente conmovido por lo que Illich había planteado en la grabación realizada durante el último día en Pensilvania. Para entender el modo en que concebía la Iglesia y la fe hacía veinte años, había señalado que sólo era necesario coger el libro La sociedad desescolarizada y sustituir las palabras ´escuela´ y ´educación´ por las de ´Iglesia´ y ´fe´ respectivamente. De esta forma toda su obra podría entenderse como un estudio apofático a partir del cual reconocer con gran tristeza la realidad de la cultura occidental, la cual estaba profundamente enraizada en la historia de la Iglesia. Una tristeza que se reafirmaba en la frase de San Jerónimo: corruptio optimi quae est pessima [la corrupción de lo mejor es lo peor]. Pues para Illich la creciente institucionalización operada en occidente, en su intento por asegurar, garantizar y regular la palabra revelada por Dios en el Nuevo Testamento, había terminado por hacer que lo mejor se pervirtiera en lo peor.

El verano de 1989 Illich estuvo de nuevo en Toronto en una conferencia y se quedó unos días en la casa de Cayley. Fue entonces cuando éste pensó en la opción de un nuevo libro en el que Illich desarrollara más detenidamente su pensamiento en relación al modo en que la singularidad de la sociedad moderna sólo podía ser entendida como el resultado del intento de institucionalizar el Evangelio cristiano por la Iglesia. Cayley pensaba que el desarrollo de este planteamiento proporcionaría una nueva clave para la interpretación de la obra completa de Illich. Y cuando Cayley se lo planteó de camino al aeropuerto de Toronto, éste le respondió que la próxima vez que se vieran le traería algunos capítulos.

Durante los siguientes años Cayley e Illich se encontraron en distintas ocasiones, pero los capítulos prometidos no llegaban. Según Cayley había un número considerable de argumentos que podía explicar esto: otros compromisos, la dolorosa enfermedad que Illich padecía y que no le permitía dedicar el esfuerzo que requería un trabajo tan ambicioso, o incluso cierta reticencia a la hora de enfrentar un tema potencialmente explosivo y que le podría llevar con facilidad a malentendidos. De forma que para mediados de los años noventa Cayley había llegado a pensar que el proyecto nunca saldría adelante. Entonces lo que propuso a Illich fue realizar un conjunto de grabaciones en las que desarrollara este tema. Luego Cayley se comprometió a trascribir los audios. A todo lo cual Illich aceptó de buen grado.

Ya en 1997 ambos pasaron dos semanas reunidos en la casa de Illich en Ocotepec, México. En esos días fueron editados y transcritos por parte de Cayley los primeros catorce capítulos del futuro libro. Las grabaciones, en esta ocasión, no fueron el resultado de un guion planteado para una entrevista. Fue el propio Illich el que introducía y desarrollaba cada uno de los temas tratados en cada grabación. Cayley sólo interrumpía a Illich para clarificar o reenfocar lo que decía, pero lo mayoría de las veces no sabía a dónde iban los argumentos o cuál sería el próximo tema a desarrollar.

Dos años más tarde Cayley volvió a Ocotepec para cerrar algunos de los temas que Illich había dejado aún abiertos. Algunos extractos de las nuevas grabaciones que realizó entonces se editaron de nuevo para el programa de radio Ideas de la CBC. La emisión se llevó a cabo en enero de 2000 con el título “The Corruption of Christianity Ivan Illich on Gospel, Church and Society.” Curiosamente estas grabaciones despertaron bastante interés en la universidad de Bremen. También en sectores de la Iglesia católica la entrevista tuvo cierto impacto. Todo lo cual animó a Illich en la primavera de 2002 a preparar una completa transcripción de las grabaciones para su publicación. Pero su muerte en diciembre de ese mismo año sesgó la continuidad del proyecto.

Años después Cayley tomó la iniciativa de cerrar el proyecto y el resultado fue la publicación en 2005 del libro titulado The Rivers North of The Future. The Testament of Ivan Illich as told to David Cayley, que fue comercializado también por la editorial canadiense Anansi en el año 2005. El título del libro fue tomado de unos versos del poeta alemán Paul Celan con quien Illich sentía una fuerte conexión. El prefacio a este trabajo lo realizó Charles Taylor. En este texto el filósofo canadiense señaló que le habían resultado sumamente fértiles e iluminadores los planteamientos que quedaron expuestos en el que es considerado como libro póstumo de Illich, así como las entrevistas que había tenido la ocasión de escuchar en la CBC. Según su análisis, la perspectiva que adoptó Illich para el estudio de las instituciones modernas, y que finalmente desveló en este libro, suponía una ruptura con la tendencia predominante entre los pensadores que, reconociendo el fundamento cristiano de occidente, tomaban como temática de estudio la cuestión de la modernidad. Así, mientras la mayoría se posicionaban en el debate y discutían sobre si la modernidad es la realización del ideal cristiano o su contrario, Illich cambió los términos del debate para estudiar la modernidad dentro del proceso de perversión del cristianismo.

Trabajos Reseñados

Cayley, D. (1988, 1 de febrero). Literacy: The medium and the message. Ideas [Radio program]. Toronto: CBC Radio One.

Cayley, D. (1989, 21 y 28 de noviembre; 5, 12 y 19 diciembre). Part Moon, Part Travelling Salesman: Conversations with Ivan Illich. Ideas [Radio program]. Toronto: CBC Radio One.

Cayley, D. (1992). Ivan Illich in conversation. Toronto: Anansi.

Cayley, D. (2000, 3-7 de enero). The Corruption of Christianity: Ivan Illich on Gospel, Church and Society Ideas [Radio program]. Toronto: CBC Radio One.

Cayley, D. (2005) The rivers north of the future. The testament of Ivan Illich as told to David Cayley. Toronto: Anansi.

Nota:

[1] Jon Igelmo Zaldívar. Universidad Complutense de Madrid, España. Encounters on Education. Volume 12. Fall 2011 pp. 115 – 118. Texto disponible en www.library.queensu.ca

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